lunes, 24 de noviembre de 2008

La cabina




En la última gira mundial del Circo Americano, cuando andaban por Gredos, hubo un detonante que hizo que aquel payaso llorase como una magdalena. De por si su número, Bertoliiiniii y sus cosiiicas, tenía mucha llantina. Era un payaso de la escuela llorona. Cuanto más lloraba él, más se reía el público. Claro que había truco. Entre la ropa llevaba escondido un depósito de agua que accionaba, a veces con frenesí, para que el llanto le saliese como si se tratara de una regadera humana. Miradme, les decía, entre hipidos. Lloro como una magdalena. Y a continuación cogía una magdalena, la metía en un tazón lleno de agua, la sacaba y la estrujaba, para que no quedase duda de que las magdalenas, no sólo son capaces de despertar un mundo dormido en aquel que les hinca el diente, sino que también se prestan a experimentos, en los que pierden toda su dignidad. Proust le dio a la magdalena un estatus iconográfico y simbólico que él pretendía, consiguiéndolo, todo sea dicho, cargarse. La magdalena estrujada de Bertoliiiniii, mientras Bertoliiiniii lloraba sobre el regazo del público que estaba sentado en las primeras filas, lograba imponerse en la imaginación de los niños, y en la de sus padres, porque la inmensa mayoría de ellos no había leído a Proust. Y quizás nunca lo iban a leer.
Este escritor de plagios está obsesionado con Proust, con las únicas 166 páginas que ha leído dos veces de toda su obra. Proust como reto le aburre. En su pensamiento están todas las posibilidades. En el pensamiento del autor de plagios: leerlo, no leerlo, leerlo a medias, decir que lo ha leído sin hacerlo, hacerlo y negarlo, etc.
Pero a lo que el narrador iba al principio, al detonante que le hizo llorar al payaso a mares, digamos, para que no nos distraiga la bollería. Ocurrió fuera de la pista. Un día que hubo que cancelar la función por un corte eléctrico en el pueblo en el que iban a actuar. Había luna llena. Cuando estuvo claro que no habría función, el payaso llorica se dio una vuelta y acabó sentado a la puerta de una casa, sobre un improvisado taburete hecho con una tabla sobre dos troncos en el suelo. Escabel para tomar el fresco por las noches. No había nadie, porque todo el mundo merodeaba por las aledaños de la carpa. Encendió un cigarrillo y de repente la vio allí. Delante de sí. Iluminada no ya por la luna, que era perfecta en su circunferencia, sino por su propia luz interior. La cabina telefónica. El corazón le pegó un salto en el pecho y a continuación la tristeza se apoderó de él. En una larga gira mundial, aunque uno se encuentre en ese momento en Gredos, todos los lugares están muy lejos de todos los lugares. Aunque en el bolsillo llevaba el teléfono móvil y en su agenda estaban aquellos números que solía marcar con desperanza o ilusión, la cabina telefónica lo enfrentó a los fantasmas de la soledad. Fumó y bebió de su inseparable petaca. La cabina telefónica estaba en aquel lugar perdido de la sierra para conectarlo con el universo. Un universo de números que eran la puerta de entrada a cálidas palabras de comprensión, a voces emocionadas de poder hablar con Bertoliiiniii, el payaso del que tanto habían oído hablar a sus amigos. La cabina le ofrecía el paso de una dimensión a otra, de la magdalena llorona y las risas del público, de las rutinas en una vida de sucesivas desgracias; alcohol, ordenes judiciales de alejamiento, caravana desvencijada y maloliente, entre otras, a la dimesión de la armonía celeste, del amor universal. Entonces el llanto se apoderó de él, lo agarró por la garganta y lo sacudió como si fuese un saco sin voluntad. Desde luego que lloró como una magdalena, pero no es de creer que a alguien, que le hubiese visto en aquel rincón de un pueblo en Gredos, enfrentado a una cabina telefónica, le hubiese hecho gracia su llanto. Quizás los lugareños ya sabían que aquella conexión que les ofrecía la cabina era con la nada, que se abría al otro lado de las montañas. La nada de unos hijos o nietos que se habían marchado de allí a una ciudad, en la que encontraban más y mejores oportunidades. Cuando el payaso se levantó del improvisado banco para tomar el fresco, ya se le habían cerrado todas las puertas a las que mentalmente había acudido para pasar a la otra dimensión. La cabina seguirá en aquel lugar para quien se atreva a penetrar en ella, para quien sea capaz de usarla. Él ya está fuera de allí, en el lugar donde son depositados todos los que se quedan encerrados en una cabina. Volvió a su caravana dando un rodeo por las tabernas del pueblo. Dando un rodeo por otros pueblos en los que no hubo corte de la corriente eléctrica y pudieron actuar. Llorando noche tras noche en la pista central, dando traspiés de borracho, que a los niños no le pasaban desapercibidos y que los padres de las criaturas no podían creer. Luego iban y le pedían cuentas al empresario:
-Anoche el payaso Bertoliiiniii estaba como una cuba. Si vuelve a pasar no vuelvan por este pueblo.
Cada vez que en uno de esos lugares daba con la cabina telefónica, la única quizás que había, se sentía tentado de entrar en ella y pasar a la dimensión de las estrellas, pero con su mala suerte, se decía, seguro que acababa en el lugar equivocado. Y no hacía nada. Bueno sí. Una cosa. Bebía como un cosaco. Hasta que un día el Circo Americano en su gira mundial recaló en Madrid. El payaso entró en una cabina de la que no pudo salir. Unos operarios lo recogieron y lo depositaron en unos almacenes municipales llenos de cabinas con personas atrapadas dentro.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Creo que es el formato, HdB, pero me va más tu blog que lo otro.
Mu güeno. Y el cierre del arca perdida me ha flipao porque trasciende a la basura que somos las personas y los que escriben y todo eso.
¿Se sabe algo del programa?

Joselu dijo...

A los que recordamos aquel memorable corto La cabina protagonizado por José Luis López Vázquez y dirigida por Antonio Mercero, este relato nos trae resonancias ominosas. El comienzo recrea al payaso proustiano Bertolini con ternura y habilidad, para darnos a conocer, después, la tristeza de su vida oculta en sus actuaciones.
Leí a Proust en un momento de mi vida, y, con el tiempo tengo la ilusión de volver a recuperar aquellos fragmentos de la madalena que recuerdo (a pesar de los veintitantos años pasados) como si los hubiera leído ayer. Un saludo.

Fernando García Pañeda dijo...

Vidas ejemplares todas.
En este caso redimida por Proust a algunos ojos (como los míos).

Carlos Frontera dijo...

En verdad, la ferocidad con que engulle monedas las cabinas telefónicas es como para echarse a llorar.
Al igual que el escritor de plagios, yo tampoco he sido capaz de acabar un libro de Proust; dudo que haya llegado a la página 166, y no lo digo con orgullo.

Anónimo dijo...

Ya no puede estar una sola buscando su propio tiempo perdido, ni sus amores perdidos,ni pensando en Swan, en ninguna parte, te asalta un teléfono o una cabina desde cualquier rincón, el rincón de tu bolsillo o el de la calle.
Besos, buenos días!!