sábado, 23 de enero de 2010

Callejero 10 y fin


Edward Hopper, Early sunday morning, 1930

Encuentro un hotel barato en el que creo que puedo sentirme como en casa para pasar la noche. Tengo una cama en una habitación compartida con estudiantes y mochileros, pero paso un rato en el salón viendo la tele con dos japonesas que no dejan de cuchichear y reír.
-¿Quieres cenar?, me pregunta una cabeza desde la puerta.
Arriba, según me han informado al entrar, hay una pequeña cocina a disposición de los huéspedes. Acepto la invitación y me incorporo. Las japonesas me parecen unas ardillitas inquietas al pie de un árbol en el parque.
-Son simpáticas, le digo a mi anfitrión, pero no me contesta. Sube el tramo de escalera en dos zancadas y tras él voy yo. Encuentro un grupo alrededor de una mesa a la espera de que quien actúa de cocinero termine unos espaguetis. Ahí ya no sé quién es el que me ha invitado, porque me confundo entre todas las cabezas greñudas de ellos y ellas. Están hablando de viajes, de los lugares de los que vienen y de aquellos a los que van. Me han puesto una lata de cerveza en la mano.
-¿Y tú, cuánto tiempo te vas a quedar en esta ciudad?, me pregunta una de las chicas.
-No lo sé, acabo de llegar.
-Como todos, dice ella.
-Todos hemos llegado hoy, dice él.
-Parece un lugar interesante.
-Mi guía recomienda una estancia de al menos tres días.
-Depende de lo que busques.
-Yo quiero encontrar un trabajo por horas para quedarme una temporada. Desde aquí se pueden conocer otras ciudades interesantes. Hay buenas comunicaciones por tren y autobús.
-¿Y de dónde vienes?, la chica siente curiosidad por mí.
No me atrevo a decirle que soy de esta ciudad, que no me gustan los viajes, que vengo desde mi casa, a la que por alguna razón, que no está a mi alcance, por el momento no me apetece volver.
-De muchas partes, le digo a modo de resumen, con una sonrisa y ella, incrédula, sonríe también.
Me meto en la cama y voy oyendo cómo se relajan las respiraciones de mis compañeros, hasta quedarse dormidos. Por mi parte no estoy acostumbrado a pasar la noche entre extraños de trato tan familiar. Alguien ronca y pone en mitad de la noche una de esas señales de los puertos para aquellos que hacen la travesía del mar. Caigo en esos paisajes con los que se tiene un pie en el sueño y otro en la vigilia. Camino o muevo los pies como si caminara para que el suelo se deslice bajo ellos. Me quedan todavía algunas horas por delante antes de tener que tomar cualquier tipo de decisión. Horas de sueño que saboreo anticipadamente, arropado por la canción de la distancia. En casa no tienen todavía noticias mías.

2 comentarios:

Joselu dijo...

¡Cómo añoro el ambiente viajero! El llegar a una ciudad nueva que se te abre como una fruta fresca y está toda por descubrir. Y tú con tu mochila y tus ojos abiertos dispuestos a la admiración de lo diferente. En este caso el viajero es un impostor que se extraña en su misma ciudad, dejándose invadir por la curiosidad de los otros. Un relato lleno de resortes secretos.

Fernando García Pañeda dijo...

Sinceramente, las series van in crescendo en calidad, Antonio. Y en desasosiego impactante.
Un abrazo.