lunes, 18 de enero de 2010

Callejero 6


Hay un perro al que le intereso mientras me fumo un cigarrillo. He comprado un paquete. Empiezo a fumar hoy y me gusta. Todos los días a esta hora me fumaré uno en este lugar, me digo, aunque sé lo difícil que será cumplir con mi propósito. No conozco las razas de los perros, es un perro, porque se comporta como uno de ellos, me huele los bajos del pantalón, pero bien podría ser un hombre con aspecto de perro.
-¿Qué clase de chucho eres?
Me mira resignado. Fumo que da gloria verme. Fumo como si estuviese en una película de travelos. Todo un estilazo. La gente que pasa por la calle a mi lado me mira fumar, algunos con descaro, otros con disimulo. Fumo como si lo que fumo fuese una sustancia sicotrópica, pero sólo es el inocente veneno que mata y provoca cáncer, según el verso de la cajetilla.
-¿Me das un cigarrillo?
Es un chico joven, descarado. De repente ya lo tiene encendido en la boca. Es muy agradable fumar y charlar con un desconocido en plena calle, cuando uno no tiene prisa por regresar a casa.
-¿Y este perro es tuyo?, me pregunta.
-¿Tú crees que es un perro? ¿Conoces su raza?
-No, pero es un perro, de eso estoy seguro, me confirma.
-Pensé por un instante que quizás fuese un hombre que me olía las piernas, le digo sin ningún tipo de temor.
-Qué punto, yo a veces también flipo, dice.
Río de buena gana.
-Trabajo en esa oficina de ahí, le miento, todos los días a esta hora salgo a echar un pitillo. Si quieres mañana podemos seguir charlando.
-Vale, me dice, eres un tío tranquilo, a lo mejor me paso.
-Si no me encontraras en este lugar sería porque haya tomado la drástica decisión de no volver a fumar, le digo.
-Vale, tío, me dice, y se marcha.
El perro parece haberme adoptado siguiendo mis pasos, metiendo el hocico debajo de mis suelas. Camino como si pisase algodones, como si la cabeza me flotase, como si los brazos se me fuesen despegando del cuerpo. Camino por una ciudad que regresa, que se escabulle, que juega. La ciudad es un perro grande al que yo persigo, al que le husmeo las patas. Yo mismo soy un perro con orejas de hombre. Las calles son de pelo, y las ventanas y las puertas. Me agacho y por primera vez en mi vida acaricio un perro en la calle sin temor a que pueda morderme.
-Hola, precioso, le digo.
En ese instante desde alguna parte lo llaman.
-Adiós, perrito, adiós.
Tengo las manos heladas, me las froto, me echo el aliento. Me las sacudo y miro en torno. He de decidir por qué calle continúo mi paseo. Las cuatro calles, cada una de ellas con un destino a la espera. En cada una de las esquinas una taberna. Tomaré un vino en cada una. No hay hombre más contento en esta ciudad que quien bebe, ha bebido o está a punto de beber. Ese hombre soy yo.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Es cuestión de acostumbrarse o de perseverar, cada cual que elija.Me acordé de una entrada de hace un par de años, se titulaba El guerrero de las palabras, hubo algo en esta entrada que me ha hecho recordar en ciertas necesidades, sin más, un placer pasar!

Fernando García Pañeda dijo...

Qué soledad. Qué desolación.
Y la ciudad como un perro... qué bueno, Antonio.

Joselu dijo...

El cigarrillo, el perro, el muchacho, las cuatro tabernas, el vino... elementos unificadores de este relato que tiene gracia y ternura. Y en cierta manera es cierto que no hay hombre más feliz que quien bebe o piensa beber, o fuma un cigarrillo o charla un rato con un desconocido hablando de un perrillo. Un cordial saludo.

Naia Marlo dijo...

Cuando sentimos que formamos parte de todo, todo lo que nos rodea, nos parecen elementos precisos para intensificar nuestro placer. El placer de estar solos. El placer de disfrutar con quién sea, sea un perro, un desconocido, o buen vino.

Un placer y abrazo sereno que llegue hasta Haití.

Namasté-OM