miércoles, 11 de agosto de 2010
Casa deshabitada
La ilustración es de Carel Willink
Entré en la casa deshabitada con el mismo temblor que tendría el primer hombre que puso el pie en la luna, con la misma ansiedad con la que un náufrago pisó la playa desierta. Me coloqué en el centro del salón y desde allí inicié una inspección ocular rutinaria y periférica, como si fuese un soldado americano en uno de los palacios que Saddam Hussein abandonó en su huida. No sólo era aquella casa, sino también la urbanización, en la que no me había cruzado, lo cual era lo más conveniente para mí, con nadie. Sobre la mesa de uno de los despachos había un sobre cerrado que no toqué. Seguí hacia las escaleras que subían a los dormitorios. Crujieron. Me tumbé en la cama matrimonial como si lo hiciese sobre un prado de hierba fresca. Cerré los ojos respirando silencio y soledad. Dormí, pero no sé cuánto tiempo: el reloj de la mesilla de noche estaba desconectado. Recuerdo perfectamente todavía el sueño que tuve. Había una fiesta en mi casa, llena de amigos y también de gente desconocida, como tienen que ser las fiestas, me decía a mí mismo, complaciente. Me asomaba a una ventana y gritaba como Tarzán. Era un concurso. Y el lugar en el que nos hallábamos era mi casa, como he dicho, pero también una isla. Finalmente todo el mundo aplaudía y yo despertaba. Luego bajé al jardín y allí estaban los cuerpos de todos, tumbados en las hamacas al borde de la piscina, sin señales, cortes ni marcas, tan sólo levemente hinchados, pero no me entretuve con ellos y volví adentro, donde encontré un frigorífico lleno de suculentas viandas.
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2 comentarios:
Pero entonces ¿has vuelto al blog? Ando algo despistado y ha sido una grata sorpresa leerte.
Un abrazo,
Luis
Este me gusta mucho.
Besotes
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