viernes, 22 de abril de 2011

Expédito



La fotografía es de Brassai

Tuve que dar un rodeo para llegar a casa. En un primer momento pensé que nunca lo conseguiría, pero finalmente me metí en mi cama y pude pensar en el extraño acontecimiento que viví en aquel callejón. No soy un hombre temeroso, estoy acostumbrado a dar paseos nocturnos, solitarios, y sé apañármelas bastante bien si a algún extraño le entran ganas de molestar. No sé si lo que acabo de decir es suficiente para que os hagáis alguna suposición sobre mi aspecto. Por si acaso, brevemente, anotaré que tengo un aire experimental, ecléctico y desvergonzado, pero también apodíctico: los dientes grandes, amarillos, la cabeza alta y segura como una casa arbórea, los brazos serenos, anchos, pesados como un piélago antiguo, las nalgas afiladas, lamidas como un barranco, las rodillas torneadas cual arietes, el ombligo voceador, la frente abombada, lunática y los ojos estrábicos. Llevaba buen paso, varios dedos recogidos hacia las palmas de la mano y varios ausentes, ensimismados, tronchados como un tallo, la nariz en mis asuntos, ciertas novelerías que no vienen al caso aquí, cuando de repente sentí que algo grande y pesado se desplomaba a mis pies. En un primer momento pensé que se podía tratar de mi sombra. Me detuve. Mi sombra es un individuo a tener en cuenta, gobierna con mano firme un imperio de perros deslenguados. Pero me rasqué allí donde las pulgas estaban haciendo su mejor trabajo, construían una ciudad epidérmica. Ella se limitó a burlarse. Lo sé porque se rascó también, lo cual en ella solo podía ser señal de burla. Sin embargo, algo me lo impidía, dar otro paso. Un bulto arrojado allí delante me cortaba el camino. Y a tientas, en la oscuridad, quise sortearlo, pero no podía, porque era voluminoso. En un primer momento pensé en un animal, un caballo, uno que hubiese huido de los desfiles que me habían obligado a tomar aquel camino, porque en ese momento los desfiles habían tomado las calles principales de la ciudad. Me agaché para palparlo, pero era algo que no latía, quizás había caído de un balcón. No sé, me imaginé una alfombra enroscada. Una alfombra en la que hubiesen ocultado el cuerpo de alguien sin latido. Pero al poco ya no pensaba eso. Había aprendido lo suficiente de la calle como para saber que tenía que pensar de otro modo a como lo haría cualquier policía. Me concentré en una posibilidad extrema, difícil y rebuscada. Planteé una hipótesis: aquel obstáculo en mitad de mi camino era una imaginación pura. Algo que por ser inmaterial se había levantado, más bien había caído a mis pies: una inmensa bolsa llena de ropa inservible, un oscuro fardo de telas y retales inútiles. Con el palo que siempre llevo metido en el cinturón golpeé la burlona figura de mi sombra hasta que comenzó a sollozar y a suplicar que parase. Le ordené que cargase el bulto sobre sus hombros. De ese modo conseguí despejarme el camino y en poco tiempo me hallaba de nuevo en casa, acostado y pensando en toda la aventura.

2 comentarios:

Antonio Senciales dijo...

Variedad e imaginación poco comunes.
Ya veo que emprendiste tiempo ha otro camino narrativo.
A mí me gusta como me gustó el estilo anterior, distinto, más sujeto a reglas y normativas muy experimentadas hasta la fecha por doquier.
Aunque no opine en más ocasiones, sigo leyéndote con mucha frecuencia en esta nueva etapa tuya, de más libertad y libre de ataduras, y continúo repitiéndome cuán bien escribes.
Saludos.

Unknown dijo...

[...]me rasqué allí donde las pulgas estaban haciendo su mejor trabajo, construían una ciudad [...]
Qué bueno (junto con todo lo demás, como dice El Senci).
:-))