domingo, 26 de junio de 2011

Reyes



En el suelo había una hoja con un abigarrado dibujo infantil que podía parecer una flor gigante, o el corazón de una flor. Reyes estuvo mirándola un rato, indecisa, sin saber que hacer con el dibujo que ahora sostenía en la mano, pero intentando penetrar dentro, surcar sus ríos caudalosos, cuyo nacimiento no estaba a la vista. Le dio la vuelta a la hoja, pero por allí estaba inmaculada. Al trasluz la cara pintada pugnaba de un modo fantasmagórico por encontrar su transparencia. Reyes intentó penetrar en aquel mundo desde un lado y otro. Estuvo así unos minutos, luego se sobresaltó con un ruido de la calle y puso el dibujo sobre la consolidada muralla de la enciclopedia que habían decidido eliminar sin saber aún cómo, porque nadie la quería. Todo el saber estaba ahora en la red, en el aire. El conocimiento se desmaterializaba, pensó. Y relacionó esta idea con el dibujo que había estado mirando hasta hacía un momento; en él, sin embargo, se concretaba algo intangible, se cifraba todo lo que pertenece a las negaciones. Se tocó un ojo, estaba vestida con cierto anacronismo, como una mujer de su edad tres décadas antes de que hubiese tenido lugar este episodio. Ya no pudo recoger nada más. Después de la comida se acordó del corazón de la flor, de los contenidos misteriosos de las ceras que habían embadurnado el papel con esa decisión alocada, infantil y premonitoria que le atribuía ahora al artista. Se acostó a dormir la siesta pensando en el dibujo, o mejor dicho, en todas esas cosas de las que no se sentía con ánimo suficiente para hablar. Le vinieron a la cabeza las palabras que habían actuado como chispazo:
-¿Cómo nos deshacemos de ella?
Tuvo que levantarse, sentir el suelo en sus pies, volver al salón y tocar el dibujo. No verlo, sino tocarlo. La sensación grasa de las ceras en la yema de sus dedos. Intentó adivinar los colores de las manchas que acariciaba. Luego volvió y antes de tumbarse de nuevo en la cama se pasó las manos por las plantas de los pies para deshacerse del polvo, de las miguitas de pan endurecidas que se le habían clavado. No quiso reprimirse, comenzó con pequeñas caricias, luego se mordió la carne del brazo, le pareció que el corazón de la flor la engullía. Era lo que pedía, que un hombre se la comiese allí mismo, de eso no tuvo duda. Luego, cuando ya el deseo fue satisfecho, sólo quedó el dibujo y su inexplicable mundo mental. Habría que ir pensando en la forma de deshacerse de ella, nadie consultaba la enciclopedia y ocupaba mucho espacio, pero no la querían ni los compradores de libros de segunda mano. No se atrevería a tirarla a la basura, aunque fuese en el contenedor de reciclaje para papel. Le apenaría demasiado. Por el momento los tomos alineados en la balda de la biblioteca formaban una muralla sólida, inexpugnable, sobre la que había quedado posada la hoja del dibujo como si fuese una mariposa.

La fotografía es de Sam Taylor Wood

1 comentario:

Caminante dijo...

Sin haber leído el texto de ayer te comento que hoy he publicado este otro, también tuyo...

*junio 27, 2011. En el autobús... (+ hombredebarro)

Publicado por hombredebarro/Antonio Báez Rodríguez en su blog Cuentosdebarro el domingo 27 de junio de 2010 por cuentosdebarro.blogspot.com/ (...)

... porque hoy es buen día...
PAQUITA