jueves, 8 de diciembre de 2011

Las señoritas



En el año 2007 aparececieron por primera vez dos relatos míos en papel dentro de un volumen colectivo que publicó Narrador.es titulado Primeras piedras. Los voy a recuperar. Se trata de este, titulado "Las señoritas" y de otro que traeré también aquí, "Amores extraños". En ellos hay mucho de lo que después me ha interesado a la hora de contar. Uno no se da cuenta, pero casi siempre le da vueltas a lo mismo. En "Las señoritas" aparecen algunos motivos en los que insistiré en La memoria del gintonic. Me sorprende o no mi interés por tanto carcamal.




Fuimos cuatro. Huérfanos. El varón murió poco después de cumplir los veinte años. Estaba sano como una pera y era guapo como un San Luis, pero de la noche a la mañana agarró unas fiebres y en menos de una semana se consumió como una tea que arde. Así quedamos las tres en una segunda orfandad. En aquella época ocurrían cosas así, contra las que no había sino resignación. El pobrecillo se acababa de licenciar con muchos planes, entre ellos el de reabrir el despacho del abuelo. Sus esperanzas eran también las nuestras y con su muerte se esfumaron aquellas ilusiones que nos habíamos ido haciendo de brillar en sociedad. En los bailes del casino.

Tuvimos que encerrarnos en casa. La pena nos comía por dentro, mientras por fuera el luto nos roía esas ilusiones propias de las muchachas. No tardó en llegar el olvido. Enseguida dejaron de tenernos en cuenta, ya que no sobresalíamos por una hermosura especial y nuestra educación de señoritas finas y casaderas no estimulaba ninguna singularidad del carácter. Poco a poco, y sin ser del todo conscientes de que estaba ocurriendo, las puertas por las que se accedía al trato con los posibles pretendientes se nos fueron cerrando, hasta que un día nos vimos en un callejón sin salida, pues nuestra hidalga postura tampoco consentía que nos empleásemos como oficialas o secretarias. Así que con una férrea administración de las rentas, con las que hasta ese momento habíamos ido tirando, decidimos refugiarnos en esta finca. Las tres. Huérfanas. Pero siempre juntas. Y fieles. Como tres gracias que en su abrazo le dan la espalda al egoísmo de los demás. Y comenzaron a llamarnos “Las señoritas”. Las horas se nos colgaron de las trenzas, las horas empañaron el azogue de los espejos, frente a los que cada día nos sentábamos antes de ir a dormir. Nuestra vida de señoritas discurrió entre la pequeña casa atestada de antigüedades y el jardincillo lleno de gatos. Y un buen día, tenía que ser, empezó el desfile camino del cementerio. Lo teníamos más que hablado.

-Desde luego, la que se muera la primera sufrirá menos. La que
se muera la última tiene un trabajo para dejarlo todo en orden. No pueden quedar recibos pendientes y la casa habrá de estar recogida. La mejor muerte será la de la segunda, ya que tendrá una hermana aquí para ocuparse de que tenga un funeral a su gusto y otra en el más allá para la recepción.

El primer turno le tocó a Rosalinda, que se había pasado medio siglo lamentándose de no haber vuelto a tocar el piano, ya que alguien le había echado el candado a la tapa después de la muerte del chico, y nadie en todo ese tiempo había osado forzar la pequeña cerradura. Rosalinda se limitaba a poner encima sus dedos artríticos y sobre el barniz de la madera golpeaba una melodía tétrica, sorda y rabiosa. Era, no obstante, una mujer intelectualmente muy curiosa y dispersa. Había sido una de las primeras socias del Círculo de Lectores de todo el país. En la mecedora del abuelo había leído cientos de libros, miles quizás,y de cada uno de ellos había cumplimentado una ficha, que luego archivaba en cualquier cajón, de donde estaba terminantemente prohibido sacarla. Albergaba además multitud de proyectos de emancipación, que no pasaban del terreno de la fantasía y se había negado siempre a cocinar o a aprender el rudimento más básico relacionado con las tareas domésticas. Cuando conoció las teorías feministas se adhirió de pleno a ellas y habló en ocasiones del amor libre. Luego se pasó los últimos años de su vida dando vueltas por la casa, yendo y viniendo a la búsqueda de todo lo que continuamente iba perdiendo: las gafas, el monedero, la pluma. Siempre se había encargado ella de las gestiones administrativas, de la archivística y de escribir en nombre de las tres las cartas de condolencia o de felicitación.

Rosalinda se quedó dormida.
-Tiene algo en la boca, dijo Joaquina, después de que descubriéramos que no tenía pulso.
Le metimos los dedos y se lo pudimos sacar. Era un caramelo de limón. Lo pusimos en un platito del servicio de té y de allí no fuimos capaces de tirarlo. Nos parecía que en él quedaba algo suyo, aunque sólo fuese la escarcha de su saliva. Rosalinda se reunió con nuestro hermano en el panteón familiar.
-Por fin podrá volver a tocar el piano, dije. Era un modo de decir: me parecía que en el cielo la música sonaría por doquier.
Entre las ropas de Rosalinda apareció una llave. Me fui derechita a probar y después de medio siglo la tapa del piano se abrió de nuevo. Pero ya no había pianista. Ella misma se había mortificado con semejante renuncia.

Joaquina había sido la más presumida de las tres y la que más pretendientes había cosechado, aunque ninguno de los que se acercaban hasta la finca era de nuestro nivel, ya que lo hacían en calidad de operarios que reparaban un tejado, abrían una zanja o cortaban leña. Joaquina se había pasado la vida enferma. Dormía mal, se cansaba y en muchas ocasiones le molestaba hasta el peso de las sábanas. Desde niña se había quejado de los gases. Era como si el cuerpo se le fuese llenando de bolsas de aire, que tenía que luchar por expeler. Desde el principio tuvo permiso para no aguantarse y cada vez que soltaba un pedo se lo celebrábamos con aplausos. Alguna vez se tiró un cuesco en presencia de extraños. Entonces Rosalinda y yo batíamos las palmas con primor y animábamos a los invitados para que hiciesen lo mismo a la menor oportunidad.

A propósito, aún no me he presentado, yo soy Arminda. La muda. Algunos vecinos piensan que soy muda sólo por el hecho de no haberme oído hablar nunca.
-Ahora podrá volver a tocar el piano, dije después de medio siglo de silencio. Lo dije como un modo de decir, pero Joaquina se lo tomó al pie de la letra y por las tardes se sentaba en la mecedora para oírla tocar.
Un buen día en mitad de una serenata celestial sonó el teléfono.
-Para que no echéis de menos a una tercera en discordia, me voy a ir a vivir con vosotras, nos anunció una prima nuestra, creyendo que con sus simpatías nos ayudaba en algo.
Pero al mes y medio de haber llegado a la casa la palmó. Ahí sí que se portó bien, pues el velorio y su entierro nos distrajeron de la pena por nuestra hermana.
A las pocas semanas otra vieja, prima también, nos escribió una carta. Acababa así: “En definitiva, que me gustaría ir a morirme con vosotras”. Pero resultó ser un bluf, ya que desde el primer momento no hizo otra cosa que quejarse; de las ventosidades de Joaquina, de mis silencios o de los gatos del jardín. Así que decidió que se marchaba. Murió, eso sí, en el autobús que la llevaba de vuelta a su casa. Las exequias se las hicieron sus sobrinos. Una lástima, de haber sabido que el desenlace estaba tan próximo la hubiésemos retenido.

Joaquina tuvo la mejor muerte, sólo por ser la segunda, como tantas veces habíamos dicho. Se le llenó el cuerpo de pompas de aire como esos plásticos de embalar y un buen día estalló como si fuese una enorme flor pirotécnica. La amortajé con un gran kimono de seda de colores. En el otro lado la esperaba Rosalinda con una sempiterna melodía al piano.

Me quedé sola y los parientes no paraban de aconsejarme.
-Arminda, tráigase a alguien a vivir con usted, meta una estudiante, le hará compañía.
Según mi costumbre, yo callaba.
Me las apañaba para cuidar la casa y la finca, escribía notas de pésame y felicitaciones, ponía los recibos al día, cocinaba. Antes de irme a la cama me sentaba en la mecedora y veía la televisión un rato. Esperaba que mi hora no tardase en llegar para poder reunirme con mis hermanas y también con el chico.

Una mañana tocaron al timbre. Un mensajero me entregó en mano una invitación para una fiesta en el casino. Llegaba medio siglo tarde. Sólo allí hubiésemos podido encontrar nosotras un hombre con el que casarnos.

El vals. El traje de noche. El pellejo de mis brazos al ritmo que marcaba la orquesta. Aquel apuesto galán me explicaba todo el asunto. La pintura de los labios agrietada en los cráteres de la piel. El rímel me abría la expresión de los ojos hacia el espanto y la demencia.
-Usted no tendrá que preocuparse de nada, todo el papeleo corre de nuestra cuenta.
Querían construir un hotel en el lugar de la casa y la finca. Me ofrecían una millonada. Pero a mí sólo me interesaba seguir bailando, pasarme la noche entera en los brazos de aquel galán interesado, recuperar el tiempo perdido no de toda una vida, sino de tres, en aquella noche única y última, así que me hice cortejar como una muchacha.
-Eres encantadora, me decía él.
-Ah, pues mis dos hermanas sí que son lindas, contesté yo, y luego añadí:
-Por favor, ¿me traes un poco más de ponche?, es que el baile me ha dado mucha sed.


La fotografía es de Pérez Siquier y se titula Las tres gracias

2 comentarios:

Rosana dijo...

He de decirte Antonio que yo he descubierto que el tema viejos y senectud también es una constante en mis textos. Y también me he dado cuenta leyendolos después. En fin, será como decía uno que a cada quien se le quedan determinadas cosas en el colador mental. Unas pasan y otras no, y las que no pasan suelen ser sobre las que escribimos.
Voy a leer la reseña que te hizo Lector Malherido que creo que ahora se pueden entrar libremente otra vez.
Salut!

pazzos dijo...

m´ha gustao.