jueves, 26 de mayo de 2016
Pornografía
Desde chiquito tengo ruedas en el lugar de las piernas. No está mal tener ruedas, pero es mejor tener piernas, como todo el mundo. Si me paro a pensar, quizás a mí me hubiesen tocado unas piernas, si todo el mundo tuviese ruedas. En ese caso desearía las ruedas, que es justo lo que tengo. En resumen: estoy jodido.
Había que inflar las ruedas y había que engrasar los ejes. Además no iban solas. Tenía que empujarlas con la fuerza de mis brazos. De ahí que los tenga tan fuertes y musculosos. Como los pectorales. Si las personas empezaran de cintura para arriba, yo sería un hermoso ejemplar de persona. Guapo, además. Pero las personas también van de cintura hacia abajo. Y ahí es donde yo ya no he sido yo, sino ese chico pegado a unos hierros, a unas ruedas. Un ser extraño, híbrido. Como un centauro. Lástima que hoy casi nadie sepa nada de mitología.
Moverse por la ciudad en silla de ruedas es una aventura complicada. Nunca hay suficiente espacio para pasar y todas las puertas son estrechas. No obstante, de la calle he hecho mi reino. Me he ganado la vida vendiendo lotería. Mi vista está llena de cinturas. Por ellas reconozco a las mujeres antes de elevar los ojos hacia la cara. A los hombres, según el tipo de hebilla que lleven en el cinturón.
Cuando era un muchacho unos monitores me arrastraron a un equipo de baloncesto. Pero a mí lo que de verdad me gustaba en aquella época era el cine. Así que no tardé mucho en decirle a mi entrenador que me importaba poco si la pelota pasaba o no por el aro. Me hice socio de un videoclub. Me gustaban todos los géneros y a veces, sobre todo los fines de semana, alquilaba las películas por lotes. De este modo di en una ocasión con una película diferente, entre una serie de títulos del oeste. La cinta iba dentro de una carátula errónea. Aproveché la circunstancia y dije que la había perdido. Pagué la multa y me la quedé. Llegué a verla incontables veces. Mientras me empujaba sobre la silla de ruedas con la única fuerza de mis brazos, recitaba los diálogos de aquella película, que tenía memorizada desde la primera hasta la última secuencia o plano. Había dos chicas, dos amigas, que en los primeros minutos del metraje ya habían seducido al muchacho en el estudio de la que era artista, pintora. Hablaban con un gemido provocador, insinuante, antinatural. Con inflexiones y tonos que me erizaban la piel y me provocaban una erección permanente. Después de usarlo como pincel y consolador, o como el pincel-consolador, la pintora lo invitaba a la clausura de su exposición en una importante galería. Donde seguramente todos acabaremos follando con todos, dijo.
El caso es que yo subía una empinada cuesta y mascullaba el diálogo entre la pintora y su amiga, con esos hipidos en la inflexión, que insinuaban una calentura constante:
–¿Crees que querrá venir el martes?
Y la otra, o sea, yo mismo, en su remedo, me decía:
–No lo sé, supongo que sí.
Y me sentía como Ulises pasando por delante de las sirenas, seducido por su canto, atado al mástil. De hecho, el muchacho, que había sido recogido a las puertas de un instituto por las dos pervertidas mujeres para ser usado como modelo, en la exposición, ese martes de cierre, le diría a la artista:
–Me gusta mucho tu pintura, creo que es enormemente plástica.
Y a mí, como a él, no sólo me temblaba la voz, sino también la barbilla. Pero mis escenas favoritas eran aquellas en las que el chico, en pie, ya se había hecho dueño de las situaciones y en medio del estudio de la pintora, con las piernas abiertas y un enorme bulto apretado en el pantalón, miraba hacia la cámara como un coloso, y traspasaba todas las barreras de la inercia y el vacío, hasta llegar al espectador, al mirón, yo mismo.
Con el mando a distancia rebobinaba hacia delante y hacia atrás para ver cómo se erguía y se presentaba desafiante. Luego, cuando la chica, la pintora, se arrodillaba ante él y le bajaba los pantalones, o la otra, la amiga, se ofrecía desde atrás, subiéndose las faldas, yo cumplía con mi deber manual. Finalmente le daba a Pause y congelaba la imagen del video con el chico despatarrado.
El chico me miraba y yo estaba pegado a la silla, a las ruedas, con los pantalones bajados, hechos un nudo entre mis muslos blandos, blanquecinos y escuálidos. Yo, igualmente lo miraba a él, sostenido por dos fuertes pilares, piernas de Hércules hundidas en el amasijo de ropa que le trababa los pies de un modo ridículo. Un hombre entero y un hombre por la mitad, frente a frente, asomados desde dos dimensiones distintas.
Escribí a la productora. Les envié una fotografía, pero no les dije nada más. No tardaron en llamarme. Les interesaban las caras nuevas.
–¿Y las ideas nuevas, os interesan? –les pregunté.
–Eso menos –me contestaron.
En el porno, como en el resto de los géneros, impera la inercia. Me costó, pero los convencí. Me contrataron para una película. Mi papel era el de un malvado resentido que se quería follar a la hija del presidente y a partir de ahí dominar el mundo. Pero el resultado comercial no fue el esperado y en ese momento acabó mi carrera como estrella discapacitada del porno. Y como guionista.
A veces voy a un cine del centro. Pago la entrada y me tengo que quedar en el pasillo. Pero ya no es lo mismo que en los 80. Ya no quedan salas X. Y las echo en falta. En su turbia oscuridad aquellos seres del desahucio amoroso, exiliados de la composición erótica, componíamos un bestiario muy escogido de las maravillas mitológicas.
Había un hombre perfecto de cintura hacia abajo, con el que me entendía muy bien. Me gustaba abrirle la hebilla de su cinturón con los dientes. El jamás se agachaba, erguido en la oscuridad de la sala. La altura a la que quedaba mi boca era la perfecta. La hidrocefalia le había estado ensanchando los rasgos del rostro, le había abierto la narices y por ellas resoplaba como un búfalo, cuando el placer de su carne y el de los seres del celuloide coincidían.
Lo que tiene la calle es que se ve a mucha gente. Muchas caras, muchas cinturas, muchas hebillas. Y algunas acaban por repetirse. Aunque sea sólo en un par de ocasiones, se quedan grabadas en el cerebro. La primera vez le ofrecí lotería. Yo en mi silla de ruedas, él en su coche. Casi a la misma altura. Me quedé mirándolo porque no me lo podía creer. Lo reconocí. Era el chico de la película. El mismo. No me cupo duda. Como a mí, le habían pasado unos cuantos años por encima. Intentando triturarlo. Sentí una emoción muy intensa que me sobrecogió. Y pasé los meses siguientes sin poder conciliar el sueño.
Ya pensaba que había desaprovechado de un modo ridículo la oportunidad de haberle hablado. Ya, que todo había sido un error de percepción. Un lapsus imaginativo, un desliz sentimental que me había llevado a confundir a cualquiera con aquel mito de mi juventud. Fueron transcurriendo los meses y pasaron algunos años más. El pozo del olvido se lo fue tragando todo. Ni siquiera podía estar seguro de que el encuentro hubiese tenido lugar, independientemente de la identidad de aquel hombre. Acababa de estrenar una silla con motor. El tipo tenía una hebilla reluciente con motivos vaqueros. Entendí que había pasado por momentos mejores, pero que no estaba dispuesto a renunciar a las señas de identidad de su elegancia. La abrí con los dientes. Me apliqué, pero el tipo no soltó ni un gemido, nada.
No era mi costumbre mirar hacia arriba, a la cara, pero esta vez lo hice. El tipo estaba muy tranquilo y yo sabía que su mutismo no era hostil.
–Eres tú –le dije.
Se me presentaba una segunda oportunidad.
–¿Me conoces?
–Te reconozco. De joven me sabía de memoria los diálogos de tus películas, sobre todo de una.
–Hice muchas, pero todas eran iguales, ¿cómo se titulaba?
En ese momento se me soltó la lengua y empecé uno de aquellos diálogos excitantes por el tono hueco, vacío, y ambiguo, de todo lo que decían:
–¿Tú? ¿Por qué tú? Podría ser yo –le dije.
–Seguid, seguid, soy un hombre muy liberal.
Y luego, ya en plena faena:
–Desde luego, eres un cachondo. Acércate, ven con nosotras.
El tipo no daba crédito a lo que le estaba ocurriendo. El lisiado que se la chupaba se conocía de memoria todo su repertorio. Al cabo del tiempo a mí también me cuesta creer que eso me haya ocurrido. Pero me he llevado las manos a la cintura en un movimiento involuntario. Acabo de tocar la hebilla. La que el tipo me regaló.
Este relato apareció en el número 10 de la revista Narrativas (Julio-Setiembre de 2008) dedicado al erotismo. Aquí el número compelto.
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