domingo, 14 de octubre de 2007

Extravío

Extravío


Soy goloso. Después de comer necesito algo dulce. Acabo de darme cuenta de que me he levantado de la mesa sin mi dosis. De hecho en este momento abandono este comienzo de relato para ir a comprar algo que calme mi ansiedad. Cuando regrese os cuento.
Nada, era ahí al lado. Bien, creo que ya puedo empezar. Decía que me encantan los pasteles, sin desmerecer a los yonquis mi organismo depende del azúcar. Ha sido siempre así, desde que era un crío. Mi única preferencia clara es el chocolate. Pero tomo con muchísimo placer la nata, la crema, los hojaldres, el bizcocho. No es para mí un requisito imprescindible que el producto sea artesanal, también me sirven los envasados. Acabo de arreglarme en el súper con un Pingüi de Kinder y estoy en una excelente disposición para contaros lo que quería.
Soy goloso y en muchas ocasiones después de comer o de cenar salgo a la calle en busca de una delicia. Controlo la ubicación de los 24 horas y los horarios de ciertos drugstores. Cuando he viajado me he fijado en las pastelerías de los pueblos y ciudades que visitaba, y he procurado probar algunas de sus especialidades. Hace unas semanas estuve de vacaciones en una ciudad que hacía muchísimos años que no visitaba, O. Prefiero ese anónimo misterio al que nos han acostumbrado algunos escritores poniendo sólo la inicial de los nombres propios. En O. había tenido una amante hacía dos décadas. Ahora volvía acompañado por mi mujer, que conocía los detalles de aquella historia. Ni a mí ni a ella nos gustan los niños, así que no los hemos tenido. Nuestra pasión han sido los viajes, pero no estábamos dispuestos a todo. Preferíamos viajar con todo tipo de lujos y comodidades, y viajar menos, antes que abarcar muchos lugares en condiciones más o menos precarias. Buena parte de nuestros ahorros anuales se han ido en un único viaje al año. Pero reservábamos en el mejor hotel y programábamos una serie de comidas y cenas en los mejores restaurantes. Visitábamos monumentos y museos, y teníamos entradas para el teatro y los conciertos fuera de temporada. A veces, para descansar, nos tomábamos un sándwich en la habitación y pasábamos una tarde amodorrados. Todavía hasta hace unos meses quedaba entre nosotros suficiente atracción como para no hacerle mucho caso a los canales de la tele y dedicarnos a los placeres conyugales. Mi esposa era capaz de comportarse como una de esas furcias televisivas y yo podía poner en escena una vena canalla muy realista. Entre siestas, O. nos ayudó a recuperar la llama de un fuego que en el transurso de los últimos meses no parecía demasiado vivo. Descubrimos que simplemente se trataba de cansancio, ya que teníamos unos trabajos muy absorventes, con muchas responsabilidades, a las que ninguno de los dos daba de lado.
Después de comportarnos en la habitación del Ritz como si de la de un motel de citas se tratara, le dije a mi esposa que tenía necesidad de salir en busca de una farmacia de guardia. Se trataba de una broma que gastábamos desde los tiempos en que nos habíamos conocido, cuando yo sólo salía del ring amoroso para buscar un dulce con el que reponerme.
-No tardes me dijo, con un requiebro de la voz.
Fui derecho a un 24 horas en la parte vieja de la ciudad, que estaba a unos minutos andando desde el hotel. En esos casos casi siempre me inclinaba por un tigretón y a ella le llevaba una pantera rosa. En una pareja los vicios se contagian mucho más rápido que las virtudes. La ansiedad me dificultaba la operación de quitarle el envoltorio, pero no había dado tres zancadas y ya tenía otros tantos bocados pegados. Luego me tentó el que había comprado para ella, pero la verdad es que después de un tigretón tomarme una pantera rosa era ir de más a menos. Por hoy es suficiente, mañana será otro día, me dije. Y cuando me dí cuenta estaba perdido, había entrado por unas callejuelas que me habían parecido las del camino al hotel, pero me habían conducido a los aledaños de un mercado, que a aquellas horas de la noche era, como todos los mercados fuera de horario, un majestuoso monumento a la soledad. El entorno era muy sombrío y no había nadie a quien le pudiera preguntar por el camino al Ritz. De repente me asaltó la inquietud de la inseguridad. Me arrepentí de llevar aquellas ropas elegantes, metí mis lustrosos zapatos en un charco para que pareciesen viejos y me saqué el reloj de la muñeca, dejándolo caer al fondo de un bolsillo. Cuando descubrí que un gato me había estado observando todo ese tiempo desde lo alto de una reja, sentí un escalofrío por las extremidades. Bueno, bueno, calma, me dije. A ver, sitúate. Allí se ven las torres de la catedral y desde la catedral el camino al hotel ya lo has hecho muchísimas veces.
-¿Le puedo ayudar en algo?
Deduje por su aspecto y por las bolsas con que cargaba que aquel hombre vivía en la calle. No me atrevía a decirle que quería ir al Ritz.
-Supongo que me he extraviado.
-Es fácil perderse en esta parte de la ciudad.
-¿Cómo hago para salir de aquí?
-Es difícil salir de aquí, yo llevo meses intentándolo.
Lógicamente puse una cara que expresaba a la perfección mi disgusto ante aquella respuesta.
-No, no se preocupe. Lo acompañaré hasta la avenida. Perdone. Venga por aquí.
Como no me decidía, insistió:
-No tema.
Lo seguí y en unos minutos ya estábamos frente al Ritz, como si hubiese adivinado cuál era mi destino.
-Ahí lo tiene, me dijo.
-Gracias, le dije, ¿puedo ayudarle con algo?
-No es necesario, acabo de cenar y ahora mismo me voy a dormir.
Supuse que encontraría refugio en un cajero o en un soportal.
Le tendí un billete.
-Bueno, se lo cojo. Adiós.
-Adiós.
Mi esposa se había quedado dormida. Salí a la terraza y contemplé los tejados de aquella ciudad a la que había regresado después de 20 años. Me pregunté qué habría sido de mi antigua amante, a la que había conocido a través de un anuncio en una revista. Nuestra relación consistió en tres o cuatro encuentros apasionados en un hostal, luego dejamos de llamarnos por teléfono y cuando en una ocasión lo hice para saber algo de ella, ya no la pude localizar. Me entraron ganas de fumar, después de haberlo dejado hacía unos meses. La aventura de hacía un rato me había excitado y era incapaz de meterme en la cama. Aquel hombre había actuado con un sexto sentido para llevarme hasta la puerta de un hotel del que yo no le había dado referencia. Me senté y estuve mirando las luces de las casas hasta que casi todas se fueron apagando y el frío me estremeció. Al entrar en la cama mi esposa se revolvió como un animal en su madriguera, pero al entrar en contacto con mi cuerpo entumecido por el frío desistió. A la mañana siguiente durante el espléndido desayuno buffet que tomamos, me preguntó qué me había ocurrido la noche anterior, si es que me había costado muy tarde.
-Cuando llegué ya dormías y como no tenía sueño estuve un rato en la terraza.
Pero no le conté nada acerca de mi aventura.
-¿No irías a buscar a tu antigua amante, después de pasar por la farmacia?
-Sí, lo hice, pero la encontré vieja y fea.
-Lógico, tú también estás viejo y feo.
-¿Ah, eso crees?
-¿Y qué compraste en la farmacia?
-Un tigretón, y te traje una pantera rosa.
-Gracias, mi amor.
-Esta noche tenemos entradas para el concierto de la filarmónica, le dije.
Me lo propuso ella:
-Podemos dedicar la mañana a pasear por la ciudad.
-Estupendo, le dije, iremos a conocer el mercado, es famoso por su estilo arquitectónico. Pero está en la zona vieja. Usaremos el plano.
Lo que la noche anterior me había parecido un paraje lúgubre, era a esas horas un hervidero de vida. Quizás la energía de tanta ausencia era lo que me había sobrecogido en aquella ocasión, mucho más que el silencio y las sombras que había encontrado. No hallé la manera de decirle a mi esposa lo que me había ocurrido. Pasamos por la puerta del 24 horas y le dije:
-Anoche viene hasta aquí.
No obstante, yo mismo no entendía cómo me podía haber extraviado. Así que no le dije nada más. Nos hicimos unas fotos delante de la puerta del mercado y otras en el interior, ante los multicolores montones de frutas. Cuando ya nos marchábamos alcancé a ver su figura a lo lejos, encorvado por el peso de las bolsas que transportaba. Temí que él me viese a mí y cogí a mi esposa del brazo para acelerar la retirada hasta la avenida, donde nos detuvimos en el mismo punto en el que le había entregado el billete de propina la noche anterior. Mi esposa decidió subir a la habitación a coger un fular. Una sensación incómoda conmigo mismo comenzó a invadirme. El concierto de la filarmónica por la tarde se me hizo muy largo, el sabor de los platos de la cena en un prestigioso restaurante, donde teníamos reserva desde hacía meses, me resultó insustancial. Pero disimulé como pude. Al mismo tiempo que hacía los elogios, mi atención se dispersaba a otras regiones, siguiendo a ciegas el hilo de la conversación.
-Llevas ya quince minutos con la mano en la barbilla, me dijo mi mujer.
-Eso es mucho tiempo, le contesté.
-¿Qué te ocurre? Estás en otra cosa.
-No, no, estaba pensando en el postre, creo que voy a pedirme un “Vicio de chocolate”.
Llevo varias semanas escribiendo o queriendo escribir. Nunca antes lo había hecho. Cuando me atasco salgo a dar un paseo por esos lugares bulliciosos de la mañana, que a la tarde se mueren de tristeza. Me emociono tanto que me cuesta contener las lágrimas: lo que siento es una pena infinita, de consuelo muy difícil, porque su naturaleza es abstracta. No siento pena de mí mismo, sino de la ausencia de todo. Hace ya unos meses que regresamos de nuestras vacaciones y mi esposa empieza a hablar de planear las siguientes. Hay callejones en esta ciudad en los que hasta hace muy poco no me había atrevido a entrar. Hay tipos que llevan años con sus bolsas de aquí para allá y nunca los había visto. No sé cómo decirle a mi esposa que me gustaría hacer este año un viaje diferente, o simplemente no hacerlo. Sin darme cuenta ya me he zampado otra docena de suspiros y melindres. Es lo único en lo que sigo teniendo aquella confianza de antaño. O al menos eso creo.

1 comentario:

Antonio Senciales dijo...

Ya parece que tengo un DVD grabado que dice: 'Buen cuento, escrito con estilo propio, una historia de asuntos consuetudinarios, que...'.
Pues, no, no lo tengo grabado.
Ya sabes qué opinión tengo sobre tus cuentos. Éste me gustó porque me pareció diferente a otros, me habla de la soledad nocturna querida y buscada, de paisajes urbanos de antaño ahora recordados,...

La presentación tuya en 'tu perfil' me ha parecido muy buena.
Saludos.