jueves, 11 de octubre de 2007

Ópera

Ópera


Me lo dijo un amigo:
-En tu caso lo mejor son las flores.
-No sé, le contesté, no estoy acostumbrado a regalar flores.
-Y en concreto rosas de Kenia.
No le hice caso. En el centro comercial le compré un corazón de peluche con dos ojos y unos bracitos de cordel. Le escribí una nota y dejé la dirección para que se lo enviasen. Esperé a la noche, sin dejar de vigilar el móvil durante todo el día. Pero no obtuve respuesta, ni siquiera un mensaje con un escueto agradecimiento. Al día siguiente mi amigo insistió en su idea:
-Flores, ya te lo he dicho: rosas de Kenia.
Dejé pasar aquel día, que advirtiese mi enfado, mi decepción. Pero no dejé pasar el siguiente: que se diese cuenta de que las palabras de mis notas no estaban huecas. Desde la oficina le envié un email para decirle que habían llegado a mis manos dos entradas para su ópera favorita. Dios mio, habían llegado a mis manos, esa fue la expresión que usé, como cuando un golpe fortuito de viento te pone entre los dedos una hoja amarilla, cuando lo cierto es que me habían costado una fortuna después de mil pesquisas y negociaciones. Me contestó, ya lo creo que lo hizo, para decirme que estaría encantada de aceptar, pero que estaba sola al cuidado de su hermano, un granuja de 15 años del que tenía prohibido separarse. Al menos pude cruzar unos cuantos emailes a lo largo del día hasta que llegó la hora. A pesar de todo, me puse el smoking. Me lo puse y me senté en una butaca de mi apartamento con el cd de la ópera a todo volumen. Los imaginé a los dos en el palco, a ella con los ojos brillantes de emoción, a él aburrido, entretenido en explotarse una espinilla del mentón. Al día siguiente me atreví a a llamarla por teléfono para preguntarle cómo lo había pasado. Obvié cualquier referencia al muchacho.
-Ah, gracias, muchísimas gracias, me dijo, fue una representación magistral. En cuanto regresen mis padres te llamo y salimos juntos, por ahora he de seguir vigilando que mi hermano no se meta en problemas.
Esperé cinco días antes de volver a contactar con ella. Me hice el encontradizo en el centro. Iba con una amiga.
-Hooolaaa, me dijo.
Me presentó a su amiga y quedamos para esa misma noche los tres. No era el plan que a mí me apetecía, pero al menos la vería durante unas horas. Su amiga hablaba hasta por los codos, aburría a las sombras, pero no dejé de sonreírle ni un solo instante. Ella aprovechó un par de ocasiones para charlar con otros chicos. Hice grandes esfuerzos por no escapar a la carrera. Mientras fingía atender la farragosa historia de su amiga, hice crecer mis orejas para intentar oírla a ella en el otro extremo de la barra. Al despedirnos nos besamos en las mejillas.
-Hasta pronto, me dijo, sin intención de concretar.
-Podríamos ir mañana a comer, ¿no?, mi esfuerzo era a todas luces patético.
-Yo no puedo, dijo ella cortante.
-Yo sí, dijo su amiga.
Mi amigo entiende bastante de mujeres. A él nunca le han dado calabazas.
-La situación se te ha complicado muchísimo, me dijo, no sé. Tendría que conocerla para aconsejarte algo con sentido. A estas alturas no te puedes permitir otro desliz.
Mi amigo la conoció gracias a las informaciones que le facilité. No fue demasiado explícito a la hora de darme detalles al respecto.
-¿Y qué, qué te parece?, le pregunté.
-Me parece una mujer excepcional, me dijo.
-Sí, sí, pero qué me aconsejas que haga.
-Es difícil.
-¿Te gusta para tí?
-No, en absoluto, yo sólo estoy preparado para las aventuras intrascendentes, me dijo.
-Eso quiere decir que te gusta, insistí.
-Hombre, no creo que no haya hombre en la tierra a la que esa mujer no le guste, afirmó.
-Supongo que tendrás ya un plan para conquistarla, le dije a mi amigo, rendido.
-Para que la conquistes tú, me dijo.
-¿Crees que es posible? La ilusión volvió de repente a mis ojos. Me hundía y me reflotaba en milésimas de segundos. Mi desequilibrio anímico hubiese roto los nervios de cualquiera, pero mi amigo era un hombre templado. Me dio un beso en la frente y me sirvió un güisqui solo y sin hielo, como el que él se estaba tomando.
Como era de esperar nada salió bien. Ella se cansó de mí, de mis numeritos, dijo, y me mandó a paseo. No quiero volver a verte. Yo la amaba de una manera tal que esas palabras fueron como la bala que entra en el corazón de un soldado y lo abate. No sé qué pasó con mi amigo, entró en relaciones con una japonesa y se marchó a su país. Recuerdo haber recibido alguna postal de Tokio, pero tan pronto como las pescaba del buzón las arrojaba a la papelera.
Pero un buen día la volví a ver casualmente. Yo iba al volante de mi coche, ella caminaba por la acera. Al principio dudé, ¿sería ella o no? Al rebasarla miré por el espejo retrovisor y ya no me cupo duda. Una mujer excepcional, que los hombres observaban en cuanto pasaba por su lado. Me detuve en una floristería. La dependienta me sonrió nada más verme entrar.
-Quiero enviar unas rosas de Kenia, le dije.
La muchacha estaba algo enamoriscada de mí. No era celosa, eso se veía. Supongo que habría sido muy fácil quedar con ella y haberla metido en mi cama, pero no me apetecía cambiar a esas alturas de establecimiento. El hombre ama sobre todas las cosas la costumbre. Y mi costumbre era encargar las flores en esa tienda. Un affair con la dependienta habría acabado irremediablemente con el placer de acudir a ella cuando me viniese en gana.
Durante siete días seguidos le envié un ramo. Luego dejé pasar tres días. Para que se impacientara. El último envío consistió en una sola flor con una nota, en la que concertaba una cita.
Era, si cabe, más encantadora al cabo de los años. Estaba acostumbrada a que los hombres la cortejasen. No dio señales de haberme reconocido, aunque sin duda lo había hecho. Cenamos en el mismo hotel en el que yo había reservado una suite. En la mesa la esperaba un enorme ramo de rosas de Kenia. Se acercó a ellas y las acarició.
-Son muy hermosas, dijo.
Yo le acaricié la espalda, que su elegante vestido le dejaba al descubierto. El placer que supo procurarme me remitió a otros placeres: la música sin ir más lejos, y me pareció que formábamos parte de la representación de una ópera.

1 comentario:

Antonio Senciales dijo...

No sé qué me ocurre con tus cuentos. La mayoría de las veces ocurre al final lo que no esperaba. En esta ocasión tenía algo de intriga por ver si el amigo del protagonista se la 'da' con la chica, pero no.
Mi conclusión es que narras porque ese es el principal placer que obtienes escribiendo, narrar, narrar,...
La tensión existe en el relato (se crea en la mente del lector y la propicias tú) y se ve que no te gustan los finales sorpresivos, inesperados, tipo Roald Dahl, no. Espero leerte algo de ese tipo algún día, aunque creo que te has adscrito a la teoría de que 'el mejor cuento es aquél que se parece más a la realidad, aquél en que no pasa nada, sólo cosas como las de la vida misma'.
No sé, lo veo así.
Desde luego es una forma muy personal, muy diferencial, de contar historias.
Saludos.