viernes, 11 de abril de 2008

Buscatesoros


Vinieron sus hijos a verlo. El viejo ya no lo recordaba, pero se trataba de su cumpleaños. Adelita, la hija, lo había llamado la noche anterior por teléfono.
-Papá, mañana iremos a hacerte la fiesta.
Pero, qué podemos decir, el viejo se mostró conforme con todo sin enterarse de nada. Tan en otra cosa siempre. Siempre, siempre distraído. No obstante, al verlos aparecer con aquellas disposiciones para celebrar una pequeña fiesta-merienda, fingió que estaba al tanto. Cuando mencionaron las velas, cayó en la cuenta, pero equivocada. Pensó que era el cumpleaños de Luís, el hijo.
-Ah, las velas, no lo sé, por ahí habrá de las del año pasado.
-Luís, te pedí que por favor las comprases tú, que a mí me iba a venir muy mal.
Ahí el viejo se dió cuenta de que la cosa iba por él. Ni siquiera había oído las felicitaciones que sus hijos le habían dado en el momento en el que les abrió la puerta de la calle. Acabó soplando sobre una cerilla.
-Vamos papá, que se derrite.
Adelita siempre impaciente. Enseguida sirvió las tres raciones.
-La que sobre, papá, la metes en el frigorífico.
El viejo relamió la cuchara. Para disgusto de su primogénita.
-Bueno, y ahora los regalos.
-Bueno, bueno, el regalo, que es uno de parte de los dos.
-Gracias, hijos, pero no teníais por qué, yo ya soy un viejo. A ver, pero bueno, qué es esto.
El viejo pensó: una aspiradora. En los últimos tiempos Adelita estaba obsesionada con la limpieza. Y Luís habría aceptado cualquier propuesta de su hermana.
-Ábrelo.
-Pero, bueno, qué sorpresa, qué es. No me imagino qué puede ser.
-Ábrelo.
La impaciencia de los hijos era manifiesta. Se notaba que habían tenido un momento de inspiración de cierta importancia y les ilusionaba ver cuanto antes la reacción de su padre, el viejo deprimido, que se estaba temiendo lo peor. La aspiradora.
-¿Qué es, papá?
-No lo sé.
-Termina de abrir el envoltorio.
-Tiene un mango largo.
Ya no le quedaba casi ninguna duda al viejo de que era la aspiradora, pero como vió a sus hijos en una especie de arrebato infantil, intentó mantener el fingimiento del suspense, de la sorpresa. Lo hizo como pudo, porque lo que realmente le apetecía en aquel momento era estar solo viendo un programa de la tele.
Al ver el cacharro, pensó, literalmente: la puta aspiradora. Aunque enseguida no estuvo tan claro. Lo parecía, sin duda, pero no. No era una aspiradora. Se quedó parado, suspendido de una expresión bobalicona, con la boca abierta y las manos aleladas. Sus dos hijos reaccionaron al quite:
-Es un detector, un detector de metales.
-Un buscatesoros, papá.
-Ajá, confesó, por un momento me hicísteis pensar en una jodida aspiradora.
Adelita hizo un mohín, significativo de que a ella una aspiradora no le parecía un mal regalo para su puñetero padre, viudo desde hacía menos de un año.
-Mira, papá, para que salagas a darte tus paseos por la playa o por el encinar con él. Hay mucha gente que encuentra cosas valiosas. Me dijeron que era muy entretenido. Servirá para que te distraigas y dejes de pensar siempre en lo mismo.
Aquella misma noche el viejo, como de costumbre, durmió muy poco. Por la mañana, a pesar del apuro que le daba, salió con su cacharro.
-¿Qué llevas ahí, Pepe? Le preguntaban.
-Un buscatesoros.
Se le quedó el mote. Buscatesoros. Era verdad que jugar con aquel chisme le resultaba muy entretenido. Claro que encontraba cosas: chapas, monedas, algún reloj, muchas latas de refresco. Todo aquello que extraviaban los turistas en un día de playa, o los domingueros en una jornada de campo.
En cierta ocasión un hombre le pidió ayuda para encontrar una sortija con ese típico valor sentimental. El viejo se empleó a fondo, repasó la palya hasta que dió con ella. A los pocos días halló un pastillero lleno de píldoras azules y amarillas, pero no apareció nadie que se lo reclamara. La mayoría de los días salir con el buscatesoros era una manera de pasar el tiempo. Caminaba auscultando la tierra, con los ojos perdidos en la punta de sus pies, ensimismado en sus cosas, que ya eran asuntos de otro tiempo. Cuando levantaba la vista y miraba el azul o el horizonte se mareaba. Para él las cosas habían ido perdiendo su importancia, aquella sólida consistencia que alguna vez les otorgó. Empezó a echar de menos a su mujer. Por primera vez en su vida. Hasta entonces había pensado que había querido a su mujer, pero no demasiado, que podía haber querido más, quizás a otra, aunque nunca se atrevió a engañarla. Su vida había ido por unos derroteros pacíficos, sin vaivenes importantes. Se había sustentado en los pilares de la rutina, el cariño y la estabilidad. Adelita y Luís habían sido unos hijos modélicos. Sin embargo, en el fondo de su corazón era capaz de reconocer el sabor de uno de esos platos tibios, cuando de rigor hay que tomarlos o fríos o calientes. La depresión que arrastraba, y a la que todos le habían encontrado causa en la muerte de su esposa, tenía ramificaciones menos definidas, ramas muy delgadas dibujadas en la niebla. Se sorprendió playa arriba y abajo, con los auriculares del artilugio puestos, pensando en ella, en su mujer. A los pocos días la recordaba bajo aspectos nuevos y desconocidos, que en su momento había pasado por alto y que ahora se la presentaban bajo una luz misteriosa e interesante. Esa capacidad de su memoria para traerle detalles en los que nunca se había fijado, pero que estaban ahí, en uno de los rincones de su cerebro, comenzó a abrirle una herida que nunca había sentido. Buscó aquel plato tibio en su corazón, pero ahora parecía que lo hubiesen metido en un microondas a máxima potencia. Le quemaba las manos, el deseo. Tan viejo, tan absurdo, con sus auriculares de buscatesoros. En el ropero matrimonial seguía teniendo los vestidos de su mujer. Sus hijos le habían dicho en mil ocasiones que se deshiciese de ellos, pero ahora se alegraba de no haberlo hecho antes. De un manotazo los sacó todos. Comprendió que eran trapos, telas sin sentido, porque ella no estaba.
En el encinar halló una caja, una especie de joyero. Estaba cerrado y necesitaría una llave para ver lo que había dentro. Cuando llegó a su casa se tendió en la cama de su dormitorio con el hallazgo sobre el pecho. Luego cerró los ojos.

2 comentarios:

Marina Culubret Alsina dijo...

me ha gustado.
mucho.

(sabes? casi seimpre ando por la playa con la cabeza gacha, y de pequeña perforaba el patio de mi abuela día y noche buscando tesoros...nada...pensamientos que me han vuelto)

saludos!

hombredebarro dijo...

Es un modo de pasear con el que es muy fácil identificarse, quién no ha pensado en encontrar tesoros. Hubo hasta quien fue a una isla a buscarlos.
Un saludo.