Puede que llegue un momento en el que los escritores empiecen a engordar. Me está sucediendo a mí. No sólo son los años, la dieta y el sedentarismo, sino también es el punto de vista. Se ensancha. Y busca un espacio físico para su dilatación.
Por si acaso concurrieran varios factores en este proceso, acabo de jalarme dos bocadillos de queso curado con aceite. Para poder enfrentarme a la tarea de la mañana.
Cuando el escritor es muy delgado entra en las historias de perfil, convencido de que tiene que emplear armas blancas, de que su trabajo es como el de un cardiólogo que opera con un bisturí de precisión. Luego da unos puntos de sutura y a otra cosa, mariposa. Es agudo, afilado, punzante, incisivo. Penetra la realidad, se adentra en los aspectos más curiosos, esos que a la vista de todo el mundo estaban esperando una linterna esclarecedora para verlos con ojos diferentes.
Todos los escritores, casi todos, digamos, empiezan teniendo ese aire de figurín atrevido que sale de las sombras. Cuerpo grácil, fibroso y gatuno. Como escritor de relatos, de cuentos, de historias, he aspirado a la agilidad, a la elasticidad, a la fuerza para pegar saltos, a la seguridad volátil de los trapecistas.
No me gusta que me echen el rollo y procuro no echarlo yo. Si no sé de qué estoy hablando no importa, sí importa si no quiero saberlo. No sé por dónde voy precisamente para averiguar el camino de a dónde llego. He leído cuentos en los que no he entendido ni una palabra, pero que me han abierto un espacio. Vale. Algunos de Clarice Lispector. Uno se adentra por territorios mentales con esa ligereza. Uno quiere imitar el modo de andar de cuantos escritores delgadísimos caminaron por encima de las aguas. Uno está ahí, no queriendo engordar, aligerando el plato de alimentos, con cierta vocación anoréxica, celestial.
Uno escribe buscando esos territorios de lo no trillado. Y uno piensa es de agradecer. Esto es, de agradecérmelo. Por qué no va uno, escritor con cuerpo para el baile, a pensarlo. Ahí, como los toreros que salen por las noches a las dehesas para enfrentarse, desnudos, bajo una luna de estampa, a la muerte. Porque uno sabe que el arte no existe sino en momentos sublimes. O eso es lo que le han dicho a uno. Esto es, el arte es escurridizo, ligero, inaprensible. Delgadito.
Pero de un día para otro no. El caso es que como sea, uno empieza a engordar y se da cuenta de que también hay escritores gordos. Escritores que se desenvuelven en la anchura, con vientre y papada sobresalientes, con grandes tetas de matrona, con piernas rollizas como si fuesen bebés atrofiados. Uno ya sueña con esas dimensiones y comienza a doblar las esquinas como los gordos. Se plantea uno que tiene que empezar a acercarse a las historias con nuevos estratagemas. Ya no vale colarse por las rendijas o saltar los muros para ver lo que tapaban. Hay que sentarse a la mesa, hay que disponer los materiales, hay que elegir el orden de los platos, hay que buscar un vino, tiene que haber reservas de postres. Uno ya no tiene ni edad ni cuerpo para agarrase al trapecio. Y menos para caminar sobre las aguas. Uno lo que quiere es sumergirse y desarrollar una buena capacidad pulmonar, nadar sin prisa, rodeado de horizonte por todas partes.
Uno quiere empezar a escribir de otra manera. Como el gourmet que atenta contra su salud para desarrollar el gusto. Y no puede dejar uno de pensar dentro de su muy iconoclasta mitología personal en Marlon Brando, el más escritor de todos los actores. O a mí me da gana de decirlo así. Porque el arte tiene también esa consistencia gelatinosa, carnal, rolliza, de los seres rotundos. Gordos.
Por si acaso concurrieran varios factores en este proceso, acabo de jalarme dos bocadillos de queso curado con aceite. Para poder enfrentarme a la tarea de la mañana.
Cuando el escritor es muy delgado entra en las historias de perfil, convencido de que tiene que emplear armas blancas, de que su trabajo es como el de un cardiólogo que opera con un bisturí de precisión. Luego da unos puntos de sutura y a otra cosa, mariposa. Es agudo, afilado, punzante, incisivo. Penetra la realidad, se adentra en los aspectos más curiosos, esos que a la vista de todo el mundo estaban esperando una linterna esclarecedora para verlos con ojos diferentes.
Todos los escritores, casi todos, digamos, empiezan teniendo ese aire de figurín atrevido que sale de las sombras. Cuerpo grácil, fibroso y gatuno. Como escritor de relatos, de cuentos, de historias, he aspirado a la agilidad, a la elasticidad, a la fuerza para pegar saltos, a la seguridad volátil de los trapecistas.
No me gusta que me echen el rollo y procuro no echarlo yo. Si no sé de qué estoy hablando no importa, sí importa si no quiero saberlo. No sé por dónde voy precisamente para averiguar el camino de a dónde llego. He leído cuentos en los que no he entendido ni una palabra, pero que me han abierto un espacio. Vale. Algunos de Clarice Lispector. Uno se adentra por territorios mentales con esa ligereza. Uno quiere imitar el modo de andar de cuantos escritores delgadísimos caminaron por encima de las aguas. Uno está ahí, no queriendo engordar, aligerando el plato de alimentos, con cierta vocación anoréxica, celestial.
Uno escribe buscando esos territorios de lo no trillado. Y uno piensa es de agradecer. Esto es, de agradecérmelo. Por qué no va uno, escritor con cuerpo para el baile, a pensarlo. Ahí, como los toreros que salen por las noches a las dehesas para enfrentarse, desnudos, bajo una luna de estampa, a la muerte. Porque uno sabe que el arte no existe sino en momentos sublimes. O eso es lo que le han dicho a uno. Esto es, el arte es escurridizo, ligero, inaprensible. Delgadito.
Pero de un día para otro no. El caso es que como sea, uno empieza a engordar y se da cuenta de que también hay escritores gordos. Escritores que se desenvuelven en la anchura, con vientre y papada sobresalientes, con grandes tetas de matrona, con piernas rollizas como si fuesen bebés atrofiados. Uno ya sueña con esas dimensiones y comienza a doblar las esquinas como los gordos. Se plantea uno que tiene que empezar a acercarse a las historias con nuevos estratagemas. Ya no vale colarse por las rendijas o saltar los muros para ver lo que tapaban. Hay que sentarse a la mesa, hay que disponer los materiales, hay que elegir el orden de los platos, hay que buscar un vino, tiene que haber reservas de postres. Uno ya no tiene ni edad ni cuerpo para agarrase al trapecio. Y menos para caminar sobre las aguas. Uno lo que quiere es sumergirse y desarrollar una buena capacidad pulmonar, nadar sin prisa, rodeado de horizonte por todas partes.
Uno quiere empezar a escribir de otra manera. Como el gourmet que atenta contra su salud para desarrollar el gusto. Y no puede dejar uno de pensar dentro de su muy iconoclasta mitología personal en Marlon Brando, el más escritor de todos los actores. O a mí me da gana de decirlo así. Porque el arte tiene también esa consistencia gelatinosa, carnal, rolliza, de los seres rotundos. Gordos.
6 comentarios:
Hay un gordo que tengo atravesado en el rincón de los libros no leidos: José Lezama Lima. Busco desesperadamente a alguien que haya leido Paradiso.
Yo no he leído a Lezama, he empezado por su flaco amigo Vigilio Piñera, que tiene unos cuentos y poemas muy recomendables.
Esta pareja de amigos, Lezama y Virgilio componen un buen ejemplo del asunto este de los gordos y flacos literarios, así que me alegra muchísimo tu referencia al cubano.
Un saludo.
Me ha gustado el planteamiento de este texto y el regusto que deja, o sea, tanto si eres gordo como delgado, hay una puerta abierta a la esperanza. O eso he creído entender.
Yo sí he leído Paradiso, aunque no lo he acabado. Reconozco que se trata de un libro complicado, pero de una gran belleza. Lo voy leyendo de a ratos y poco a poco, la manera que he descubierto de disfrutarlo.
un texto muy interesante y una manera muy peculiar de ver a los escritores... gordos o delgados, no importa...
sólo he leído este texto tuyo porque me cuesta un poco entrar en los textos de los blogs que, a simple vista, son apelmazados... lo cual no tiene nada que ver con el contenido... supongo que porque siempre voy justa de tiempo y prefiero leer textos no demasiado largos y siempre con párrafos separados... en fin, es sólo un pequeño "pero"... utilizo la frase de tu perfil... "soy muy generosa con la lectura pero al final siempre encuentro un "pero"...
bicos,
Aldabra
viajero solitario, cómo no, la esperanza es lo último que se pierde, ya seas gordo o flaco. Me animas con Paradiso, pero me suena que tengo una edición con un tamaño de letra imposible.
aldabra, bienvenida, tienes razón con lo del aspecto apelmazado de los textos.
Un saludo.
Me comí una sopa de letras con hinojo, cilantro y grasa de ballena, en el estómago se me sublevaron en forma de Moby Dick, tras unos cuantos retortijones escaparon disparadas en forma de arpón, y ahora, con estos michelines, sólo sé escribir Guerra y Paz y otras menudencias infinitas.
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