-Tenemos una reserva, dice el viajero ante el mostrador del hotel.
El recepcionista le recoge el bono. Lo comprueba y le entrega las llaves al hombre. Ella se ha mantenido en segundo plano. Pero de camino al ascensor destaca su importancia por su modo de caminar. Elástico. De ahí en adelante el recepcionista tratará con él, pero no dejará de mirarla a ella por la espalda. Como si él se esfumase de camino al hall o a la calle. Como si él saliese de una nube de niebla al aproximarse al mostrador. El recepcionista habla con él mientras no deja de pensar en ella.
-En la primera planta, de 7 y media a 11, contesta el recepcionista, cuando vuelven de cenar y él pregunta por el desayuno. Ella se ha ido directamente a la puerta del ascensor. De ahí a un cuarto de hora ella estará a cuatro patas en el suelo de la habitación. El recepcionista mira su reloj a las doce y ya se la imagina haciéndole la felación al viajero. Lo que es cierto es que a las doce y media los dos duermen. El viaje ha sido largo y se han perdido en varias ocasiones. A las tres de la madrugada él sueña, es una cosa pueril. No se atreve a decirle al peluquero que el corte de pelo que quiere es el mismo que lleva un actor famoso. Ella está hecha un ovillo, respira pesadamente y deja escapar un soplo de gas. Abajo el recepcionista mira una película pornográfica. A las cinco ella se monta sobre él y a las cinco y diez ya están resoplando. A las y veinte vuelven a estar dormidos. El recepcionista dormita en una cama abierta en el cuarto de recepción.
-Buenos días, dice él.
El recepcionista del turno de mañana le responde. Son las ocho. Él entra en el comedor y se sirve en el buffet para el desayuno. Luego se da un paseo por las calles más que solitarias de la ciudad en esa mañana de domingo. Es un hombre madrugador. Ella no. Pretenderá dormir hasta las diez y media, justo a tiempo para poder bajar a desayunar. La ciudad es amurallada. El propósito de él es rodearla completamente. Le parece una buena idea como primera toma de contacto. Pasea con las manos en los bolsillos, piensa en ella. Llega a la catedral. Entra. Faltan pocos minutos para las diez. Se detiene en una de las capillas del ábside, donde un viejo clérigo con artrosis celebra la misa. Su parroquia se compone de varias ancianas, un lisiado y un muchacho con la ropa bien planchada. Aún no se ha dado la comunión. Lo decide sobre la marcha, mientras observa las vidrieras. Le parece buena idea, algo así como una broma íntima. Llega el momento y se pone en la fila. Abre la boca y deja que los dedos retorcidos y muy blancos del cura dejen caer la hostia sobre su lengua. Regresa a su sitio con recogimiento. Sabe que con ella allí nunca se hubiese atrevido a hacerlo. No por nada. En el fondo le gustaría sorprenderla con una actuación así, pero teme que a uno de los dos se le escapara la risa. Piensa que le gustaría que ella lo viese allí, en aquella capilla, segundos después de comulgar. Le gusta lo que acaba de hacer.
Completa el paseo por lo alto de la muralla. Hay algunos corredores en pantalón corto. Al bajar por la puerta más cercana al hotel se cruza con el joven bien planchado que comulgó delante de él. El muchacho le sonríe. Y de repente siente un malestar profundo. No es eso, chico, quiere decirle, pero no lo hace. Yo no soy un meapilas como tú. Lo he hecho para poder contarle a ella la historia, nada más. Ahora regreso con ella. Estará todavía en la penumbra, en la habitación sin ventilar, cargada de las miasmas de su cuerpo y el mío. Me meteré en la cama. Se desperezará y volveremos a joder. En cuanto se corra ella, lo haré yo y le diré que vengo de comulgar. El recepcionista lo mira con una muy leve señal de reconocimiento cuando pasa de camino al ascensor. Son las once. Para en la primera planta para ver si ella está desayunando. No. Cuando abre la puerta, encara la espesura de la oscuridad. Avanza a tientas. Se mete en la cama después de quedarse en pelotas. Ella lo recibe. Mientras él lame las partes relamidas, ella le pregunta si la ciudad es bonita. Él le contesta que mucho, y que se puede pasear por la muralla. Cuando ella deja de gemir, comienza él. Y antes de que todo acabe acierta a decirle:
-Es domingo, puta, en vez de estar aquí follando deberías ir a comulgar.
Entonces ella le da una bofetada y él se corre. Hay una imagen que le ha sobrevenido en el último momento: un chico sonriente, con una raya perfecta en el pantalón y un peinado como el que a él le gustaría hacerse, si se atreviera a pedírselo a su peluquero. Es el chico de la catedral. Sólo lo supone: un gran enculador.
6 comentarios:
Un relax volver para encontrar historias con culos y catedrales... besos mixtos.
No se puede pretender ser siempre lo que no es, tarde o temprano, la impostura acaba descubriéndose.
Saludos.
Pos eso, Carmen, que haya relaxxxx.
Bexxxos también para tí.
Viajero, la verdad es que habría que ver a qué impostura te refieres. Porque no sé si estamos pensando en la misma. O quizás el texto es demasiado ambiguo.
Saludos.
A la impostura a la que me refería es a la de hacerse pasar por quien no se es, una práctica muy habitual en las lides del amor.
Según he creído entender en tu cuento, el protagonista simula ser más liberal de lo que es, se hace pasar por ateo o agnóstico, cuando en realidad tiene más afinidad con “el hombre planchado que comulgó delante de él” que con ella.
Pero igual he entendido mal el cuento.
Abrazos.
No, no has entendido mal el cuento. Por otro lado no creo que haya una manera unívoca de entender las historias. Tu interpretación me parece muy válida.
¿La mía?
Como autor permíteme que no indague demasiado. Sólo decir que el acto de comulgar, que en principio le parece "gracioso", "humorístico", quizás esconda la afinidad de la que hablas. O quizás no. Cosa que ni siquiera él mismo tiene la obligación de saber.
Un saludo.
El recepcionista, el repeinado, al protagonista... todo uno y lo mismo. A veces merecemos más que una bofetada. A Pandora con toda su artillería ;)
Enhorabuena.
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