martes, 1 de mayo de 2012
Cumpleaños
Atardece. Diego Rota ha subido con su amigo Pacheco a la terraza del hotel Málaga Palacio en la planta número 15, donde tienen planeado tomar la primera copa para celebrar el cumpleaños de Diego, al que le ha llegado el momento de abandonar la década de la veintena, que por su parte Pacheco dejó atrás hace, según él mismo piensa, demasiado tiempo. Desde ese observatorio sobre la bahía y los tejados de la ciudad, los dos amigos comparten prácticamente en silencio el rito de echarse los dry-martinis al coleto. Si hubiéramos arrancado por la mañana con un par de cervezas en este mismo lugar, se hubiesen entretenido con esas bañistas precoces que toman el sol en la piscina de la terraza del hotel Molina Larios, enfrente. De hecho el primer comentario que uno de los dos hace se refiere a esas bañistas observadas en tantas otras ocasiones, como si se tratasen de unas adorables intrusas en un lienzo de Hockney. Pero será algo más tarde, ya en el ascensor que los habrá de devolver a ras de suelo, cuando se les suelten las lenguas.
-Es un día difícil hoy para ti, pero no te preocupes. Vamos a tomar unas copas y a pasarlo bien.
-Hay tíos y tías a las que les encanta el día de su cumpleaños y esperan con ilusión las felicitaciones y los regalos, pero yo nunca he podido sentirlo así.
-Supongo que los habrá, aunque yo no he conocido a ninguno.
-¿Ni a ninguna? Yo sí, te prometo que los hay. Nunca he sabido qué tenía que hacer ese día, cómo me tenía que comportar. He intentado que nadie se enterara, pero ha sido imposible. Hay cretinos que apuntan en su agenda esas idioteces y alguien ha dado el chivatazo en la redacción.
-Me estremezco sólo con pensar que alguien puede tener ese dato mío apuntado en su agenda. ¿A qué tipo de loco se le ocurre eso?
-A todos los usuarios de facebook, por ejemplo.
-Bueno, a pesar de todo, te he traído un regalo. Toma.
Un librito de bolsillo que Pacheco parece que se ha sacado de la manga.
-Gracias, esto es un cumpleaños en toda regla.
-Como debe ser.
Y ambos ríen.
-¿Lo has leído?
-No, pero tenía ganas de hacerlo. Me gusta mucho, tío.
-Pues dame un abrazo, capullo.
Diego Rota, presentador más o menos conocido de la televisión local y su amigo Pacheco, celador en el depósito de cadáveres del Hospital Clínico, fueron sorprendidos en amistoso abrazo dentro del ascensor sin que ninguno de los dos hubiese pulsado todavía el botón de bajada.
-Sorry, dijo la veterana turista procedente de New Jersey, entusiasta de la obra de Picasso y autora de un par de artículos en revistas de divulgación, a la sazón de visita en la ciudad, cuando se los encontró enlazados. Los tres, en silencio, y algo turbados, comenzaron a descender. Diego llevaba el librito en la mano y le iba dando vueltas, parándose en la portada y en lo que el editor había escrito en la parte de atrás como reclamo de lo que ya era un clásico de la literatura dipsómana. La mujer los doblaba en corpulencia, su vestuario era una anticipación de la estación veraniega y, como le chiflaba hablar en español, no dejó pasar su oportunidad de pegar la hebra con aquellos paisanos de su pintor favorito.
-Es muy bueno, dijo señalando el librito.
-Me lo ha regalado mi amigo, hoy es mi cumpleaños.
-Felicidades.
-Gracias. Tengo muchas ganas de leerlo.
-Lástima que sea tan breve, añadió la mujer, yo lo he releído muchas veces.
-¿En español?
-No, siempre en inglés, pero la próxima vez que lo haga lo haré en español.
-Habla usted muy bien nuestro idioma.
-Bueno, lo practico siempre que tengo un momento.
Entonces Pacheco tuvo un pensamiento desasosegante, que enseguida le provocó un exceso de sudoración. Se imaginó que el ascensor se detenía entre dos plantas y que la charla se alargaba más de lo conveniente. Pero eso no ocurrió, se despidieron en la puerta del hotel y se desearon mucha suerte.
-Le has dicho que era tu cumpleaños, tío, después de todo lo que hemos hablado antes.
-Para que veas, dijo Diego.
-Vamos a tomar la segunda.
El librito que Pacheco le había regalado era una novelita muy breve de la que también se había hecho una película hacía años. Muchas veces le había contado a su amigo Diego el argumento de esa obra y una serie de anécdotas relacionadas con la bebida. Pacheco creía firmemente en el poder curativo, educativo y lúdico del alcohol. Siempre contaba un episodio que le había ocurrido un verano en el norte. Había llegado sin saber muy bien por qué ni cómo hasta la isla de la Toja, sin dinero pero con una presencia más o menos ambigua que le había permitido alojarse en el Gran Hotel. Enseguida se interesó por el bar y le pareció que era un lugar sugerente. No tenía todavía la costumbre, que precisamente desarrollaría a partir de entonces, de beber en hoteles de alto nivel. Pidió su copa y pasó los primeros momentos fantaseando, ojeó los periódicos y después inició la observación de las personas que había a su alrededor. Reconoció a algún político nacional. Con la segunda copa comenzó una discreta conversación con un grupo de señoras, que se aburrían entre si y que lo admitieron gustosamente, porque la novedad de su compañía era un acicate para pasar la tarde más entretenidas que de costumbre. Pacheco se hacía gracia a sí mismo viéndose allí de cháchara con el grupo de carcamales. Podríamos decir que sus compañías hasta la fecha no habían sido muy refinadas. Pero como Pacheco era muy leído, se movía bien en el cambio de registros. A él también aquellas señoras le entretenían, le ofrecían novedad. Tendría entonces una edad parecida, si no la misma, que su amigo Diego acababa de cumplir. Por supuesto, permitió que las mujeres lo invitaran a las copas que se tomó. Sintieron un leve estremecimiento en el momento de la despedida, pues, aunque había sido un encuentro inocente y público, Pacheco se las había arreglado para insinuar que aquel podía ser el punto de partida de una derrota llena de secretos en sus vidas. Luego las mujeres estuvieron largo rato hablando sobre él, aventurando posibilidades sobre su modus vivendi, no les habría extrañado nada que aquel encantador joven fuese un chulo, uno de esos chulos que se acercaban a las señoras para hacerles compañía y dejarse pagar las copas, si es que no se llegaba a nada más. Pacheco salió del Gran Hotel para dar un paseo por la isla, pero enseguida se sintió cansado, ya que en los últimos días realmente había dormido muy poco. Se echó en un jardincillo y se quedó roque enseguida. Roncó a pierna suelta. Pacheco fue contándole esta historia a su amigo Diego mientras caminaban por la calle Larios. La segunda copa la tomaron en un bar de la Alameda Principal. Uno de esos bares impersonales de raciones para los turistas que se alojaban en los hostales próximos. Diego había oído la historia otras veces, pero no le importaba, le divertía. Pacheco no le reclamaba atención ninguna, por eso era tan cómodo oírlo. Pacheco echó una cabezadita en un jardincillo de la Isla de la Toja, cerca de la ermita de las conchas, cuando todavía era capaz de ir y venir por ahí sin dinero en el bolsillo. Luego me aburguesé, repetía, me hice celador de la morgue y empecé a acobardarme. Pacheco despertó cuando un perro empezó a rondarlo y a meterle el hocico en la cara. El chucho estaba perdido. Pacheco se levantó y siguió al perro en estado de enajenación, podría decirse. Completaron una vuelta entera a la isla. Luego volvió al Gran Hotel y preguntó por sus amigas, pero el camarero que le había puesto las copas por la tarde no sabía de qué le hablaba. Parecía como si el encuentro con las señoras no hubiese sido real, como si hubiese pasado la tarde entera soñándolo. De hecho, el camarero que él recordaba a la perfección, porque tenía un lunar impertinente en la nariz, lo invitó a no molestar y a salir del establecimiento, pues no estaba permitida la entrada de perros que no fuesen guías. A continuación se produjo una discusión sobre si se hallaba alojado en el hotel o no. Efectivamente, lo estaba. Y en recepción le tuvieron que pedir disculpas. Con el perro fueron inflexibles, no pudo entrar. Pensó que en los hoteles de la isla de Cuba los locales tenían que esperar también a los turistas en la puerta. De todas formas, te están tratando como a una persona, indeseable, pero persona al fin y al cabo, le dijo al perro, que comprendió enseguida, cuando Pacheco le arreó una fuerte patada en el trasero que le hizo volar por los aires. Los empleados del hotel lo amenazaron entonces con denunciarlo por maltrato animal. Pero ante la presencia del importante político nacional que tenían alojado y que acababa de hacer su aparición, intentaron reprimir el escándalo siguiéndole momentáneamente la corriente a Pacheco. Lo que nunca explicaba era cómo consiguió abandonar el hotel sin abonar la cuenta, y cuando se le preguntaba sobre ello, Pacheco se enfadaba muchísimo, exclamando que jamás él se había marchado de un establecimiento hotelero sin antes haber acoquinado, cosa que Diego sabía, por experiencia, que era del todo incierta. Diego había colocado la novelita obsequio de su amigo sobre la barra, pero en el momento de abandonar el local para tomar la siguiente no tuvo la precaución de recogerla. Cuando el próximo cliente ocupó uno de los taburetes que ellos habían dejado libres, halló apoyado sobre el expositor de ensaladillas el breve tomito. Leyó el título entre dientes. Le llamó la atención. Era uno de esos hombres afortunados que no paran de encontrar cosas interesantes que echarse al bolsillo. En seguida volvieron a entrar en el bar Diego y Pacheco, que se habían dado cuenta del despiste. Pero el hombre que había encontrado lo que ellos buscaban no estaba dispuesto a darles muchas facilidades.
-¿Ha visto usted por aquí un libro?
-Así es.
Pero el libro no se veía por ninguna parte.
-¿Lo ha cogido usted?
-Así es.
Pero el hombre no parecía estar dispuesto a entregarlo.
-¿Le interesa?
-Así es.
-Puede quedárselo entonces.
-Ya lo he hecho.
Estas cosas a Diego sólo le pasaban si iba en compañía de Pacheco.
-El año que viene te lo volveré a regalar.
Si Pacheco descubría que Diego compraba ese libro antes de que él se lo regalase dentro de un año, ya se podía ir olvidando de su amistad. Tomaron más copas, hasta que Pacheco dijo que la que tenían en la mano era la última.
-¿Cómo lo has pasado?
-Muy bien, la verdad es que ha sido uno de mis mejores cumpleaños.
-Me alegro, era un día difícil, pero lo hemos resuelto puta madre.
Cogieron un taxi y, como tenían costumbre, le hicieron dar varias vueltas para reconocer la ciudad. Por fin decidieron que todo estaba en orden y que regresaban a casa. Pacheco se bajó en La luz y Diego siguió hasta Puerta Blanca. Eran dos barrios obreros que en los últimos años se habían llenado de inmigrantes. Uno de los dos hizo un comentario sobre el asunto.
-Qué cabrones, esos sí que saben vivir, dijo el otro.
El taxista hizo una observación despectiva ante la que ellos se indignaron muchísimo y el hombre, agobiado, rectificó como pudo. Confesó que tenía una novia ecuatoriana.
-Las ecuatorianas son todas putas, dijo Pacheco.
El taxista no volvió a abrir el pico.
La imagen es una pintura de Antonio de Felipe del año 2008 titulada Tirarse a la piscina.
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2 comentarios:
Estupendo relato. Qué bien se te lee. El 1964 fue una buena cosecha. Lo sé bien. :)
Enhorabuena por tus cuentos.
Un abrazo.
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