jueves, 10 de septiembre de 2009

Cambios


No sé si te habrá ocurrido alguna vez: avergonzarte de ir con un libro debajo del brazo. A mí, muchas. En aquella ocasión se trataba de uno que acababa de sacar de la biblioteca pública. Me lo metí debajo de la camisa, dentro del pantalón. Luego entré en una librería nueva con intención de echar un vistazo. Subí y bajé la vista por los estantes. Y al salir por la puerta empezó a pitar la alarma. Todos me miraron y retrocedí compungido. Enrojecí mientras sacaba el libro, pero antes de explicar nada o de demostrar que no era lo que parecía, lo cual no me resultaría en absoluto difícil, preferí darle un giro inesperado a mi vida y eché a correr. Varios lectores de solapas me insultaron y se atrevieron a perseguirme. Alguno incluso con el libro que ojeaba en la mano, por lo que las alarmas volvieron a pitar. Pero nadie pudo darme alcance. Desde entonces inicié una existencia clandestina a la que enseguida me enganché. Me atreví por ejemplo a volver a la librería bajo un disfraz compuesto de bigote postizo y gafas oscuras. De pequeños hurtos fui a parar a asuntos bastante más complejos. En cuanto te vi supe qué era lo que tenía que hacer contigo. Me acerqué por la espalda y te puse el pañuelo en la nariz y la boca. Al despertar me dijiste que cantidad de veces habías soñado que alguien te hacía lo que yo te hacía. Abandoné por fin la ciudad contigo, amordazada en el maletero del coche. En la ciudad de vacaciones nos hicimos pasar por recién casados con un éxito rotundo. Hicimos amigos con facilidad porque éramos hermosos y carismáticos. Mientras uno de los dos los entretenía, el otro desvalijaba sus cajas fuertes. No obstante, nos lo pulíamos todo. Nos gustaba mucho la ruleta. A veces te preguntaban por esas marquitas de las muñecas, ciertas rojeces que te dejaban las cuerdas. Pero con tu gracia y espontaneidad despejabas cualquier sospecha. El detonante de que nuestra vida en común hubiera sido posible te ocultaba en aquel momento el rostro, pues hasta poco antes no sabías nada de él. Tú leías y yo le daba pequeños sorbos a mi combinado.
-No es un gran libro, me dijiste.
-Es cierto, te contesté, a pesar de que hasta que tú habías dicho eso, yo había pensado lo contrario.
Cuando lo dejaste en el suelo para ir a darte un chapuzón en la piscina, lo cogí y leí al azar por las páginas despatarradas.
-No, no lo es, dije, pero antes de que volvieras subí a la habitación.
Pasé ante tí arrastrando mi pequeño troley, pero no me viste. El libro volvía a ocultarte la cara, los ojos.
Ya sabes: coges lo imprescindible y te largas.
La vida que llevo ahora ¡es tan distinta!

Imagen: Estampa de la piscina La Isla, junto al río Manzanares en la década de los 30 (Autor: Damián Flores)

3 comentarios:

Mariano Zurdo dijo...

Plas, plas, plas.

Luis Recuenco dijo...

Dice Elmore Leonard en su decálogo del buen escritor que no se deben escribir, en una novela, aquellas partes que el lector se salta. Yo no sabía que se pudieran saltar páginas enteras de un libro. Pero al parecer se hace. De ahí a saltarse el libro entero solo hay un paso. De modo que sustraer un libro al lector no es tan grave...si sabes escoger el libro.

Un abrazo.

peiperBlog dijo...

woww.!
que historiaa..
no sé qe tan personal sea la historia.. hecho veridico o no me agradó (: