sábado, 5 de diciembre de 2009
El coche
Museo Vostell, Malpartida de Cáceres, coche, foto de Álvaro M.
-El coche es mío, me dijo.
-Eso no te lo discuto, le dije, sólo quiero que me lo prestes para el fin de semana.
-Es mío y lo necesito el sábado.
Aquella insistencia infantil en la declaración posesiva me desveló de repente el aire ridículo de su aspecto: las patillas enmarcándole la cara mofletuda que le llegaban a la mandíbula, y comprendí que su aire moderno sólo era eso, un balón de fatuidad; las espinas tatuadas en torno al brazo blanco y gordo eran una mancha de suciedad para siempre. Esa mierda que cada día que pasaba me ensuciaba más a mí. Esos dos mismos rasgos con los que hacía sólo unos meses lo había vuelto a ensalzar. Me hubiera parecido patético de no ser porque se imponían por encima de cualquier otro sentimiento la rabia y el enfado.
-Habría que ver de quién es el coche, dije, ahora resentida.
-El coche es mío, volvió a decir.
-El coche es mío, dije, haciéndole la burla.
-Lo paqué yo, dijo.
-Sólo quiero que nos lo prestes para el fin de semana. No ya a mí, sino a tus hijos, dije.
Miró a los niños e hizo un gesto negativo con la cabeza, del que enseguida se arrepintió.
Mi amiga Lu me había invitado a pasar el fin de semana en su casa, pero necesitaba coche. Enseguida había pensado en nuestro coche. Era evidente que todo lo nuestro, había dejado de serlo. ¿Todo lo nuestro?
-Pero esos de ahí son tus hijos, ¿no?
Me miró con dureza.
-No me jodas, dijo.
El mayor dejó de lado la pantalla de la televisión y nos miró para volverse enseguida hacia los dibujos animados. El pequeño dormitaba en la mecedora.
-Para que viajéis los tres, el autobús es más seguro, dijo.
-No me lo puedo creer, dije.
-¿Cómo van a ir los niños solos atrás? Dijo.
-Pues ve tú al cuidado mientras yo conduzo, ¿no te parece?
Se levantó como si un resorte en el culo lo hubiese empujado.
-Así que no te fías de mí, acusé.
-Ya te he dicho que necesito el coche el sábado. Me voy a marchar, anunció.
Se acercó a los niños y se despidió de ellos sin que le hicieran mucho caso.
Encendí un cigarrillo y me fuí a la terraza. Lo ví cruzar la calle y montarse en el coche. Tardó en salir, como se hubiese estado entretenido en elegir el cd que iba a poner. Era lo que siempre hacía. Por la ventanilla salió una bocanada de humo y emprendió la marcha. Cuando desapareció en la esquina, volví adentro con la colilla en la mano. La tiré al váter y comencé a llorar.
-¿Tu amigo se ha ido? Me preguntó Marc.
-Tenía prisa, le dije.
-¿Por eso lloras?
-No, es que se me ha metido algo en el ojo.
Para Marc su padre era mi amigo. Volví a notar la punzada de algo molesto en el ojo y regresé al cuarto de baño.
-No te preocupes, me dijo Marc, a mí cuando eso me pasa, cierro los ojos fuerte fuerte y se me quita. Pero tienes que tener los ojos cerrados hasta 10.
Hasta 10, en efecto. El truco estaba en ir contando y no abrirlos antes.
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