miércoles, 30 de diciembre de 2009

Indiscreciones


Foto de beagle 34, procedente de filckr. Una barbería típica-Gabes-Túnez

Me levanté antes de la hora que hubiera querido. Fuí a la cocina a beber agua y estaba asomado a la ventana que da a la calle cuando lo vi saludar a una mujer con la que se encontró de frente.
Camina con torpeza, como un anciano prematuro, y mira ligeramente a uno y otro lado. En él reside la consistencia de la calle en la que vivo, en él está el secreto de estos días templados, otoñales, pero el caso es que sé muy poco de él. Y quizás sea precisamente ese el motivo. No creo que sea una persona interesante, no más que cualquiera. Tiene una peluquería de caballeros abajo, un negocio que sólo abre por las tardes. Yo tengo dos ventanas hacia esa calle: por la que miro desde la cocina mientras bebo agua y decido qué hacer y el hueco acristalado que queda a mi derecha, cuando estoy sentado a la mesa. Mis observatorios indiscretos. Iba a decirlo antes: es un hombre joven, eso que algunas personas llaman un chico. No le pregunto a los vecinos, no entablo conversación con él, me limito a mirar. Por la ventana, pero también en la calle cuando paso cerca de él, o desde lejos le veo el bulto de la panzita, asomado a la puerta del negocio. Lo veo con una de esas espantosas cazadoras de entretiempo de color rojo y también veo al dueño de la mueblería con su bata de color verde hospitalario. Veo a todas esas mujeres que pasan mientras miro, y sé que en todos ellos hay algo más que lo evidente, algo más que lo que podrían contarme si los interrogara, pero sólo en él está la pieza con la que puedo completar el puzzle, con la que sentir la redondez de las tardes que son de nuestra no existencia, que quizás en el tiempo (pasado o futuro) ya me fueron (o serán) negadas. Esa sensación de querer recuperar lo que nunca se tuvo (tendrá). El año pasado la peluquería cerró y abrió intermitentemente, y cada vez que anunciaba una reapertura y un horario nuevos los incumplía. Barajé distintos problemas domésticos, personales, familiares. Ahora sólo trabaja por las tardes, peinando, las más de las veces, a señoras mayores, a pesar de lo que dice el cartel, “de caballeros”. Lo veo empujando la silla de ruedas en la que no es difícil suponer que va su madre. Luego en la plaza de la castaña en un banco de piedra con esa concentración de vida triste de los viejos. Las escenas sustanciales son breves y efímeras. Me pongo los pantalones y me dejo la misma camiseta con la que he dormido. Tengo un día entero para rellenar, la comida del mediodía con unos amigos que hace años que no veo: un encuentro emocionante, pero ni mucho igualable a la rutina, la merienda de cumpleaños de mi sobrina y un par de textos que me propondré corregir, como si hubiera posibilidades de enmienda. Paso el día pensando en volver allí, al lugar de los observatorios, pero me he propuesto fingir que no me interesan. Abajo irán desfilando sombras de las que no puedo saber nada. Y sobre todas ellas, la que me puede dar una pista, para descifrar el lenguaje de lo que es esencial en este territorio, es la suya, la de un pobre diablo sin mucho qué decir, insignificante en su avatar diario, ignorante de su potencia, con un gusto deleznable en la combinatoria de cazadora y pantalón, que me inspira desprecio, como un ser humano puede sentirlo por otro, con una verdad absoluta. En otro tiempo puede que algún día le sonriera al cruzármelo, puede que intercambiase con él algunas palabras en su establecimiento, mientras me cortaba el pelo. No, estoy seguro de que lo hice.

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