lunes, 14 de junio de 2010

El tucango


Para superar aquel momento especialmente difícil de mi vida uno de los especialistas que me reconoció me aconsejó que me comprara una mascota. No puse pegas, pero el asunto era más complejo de lo que en principio uno podría suponerse. Visité varias tiendas de animales y de entrada no me convencieron ni los gatitos, a cuyo pelaje era alérgico, ni los perros, en exceso juguetones, ni peces, ni pájaros, cuya contemplación sólo contribuía a entristecerme aún más. Los vendedores se empeñaron en ofrecerme toda clase de reptiles, movidos quizás por que los tatuajes de los brazos me conferían un aspecto salvaje, pero, sin llegar a confesarlo en ningún momento, esos bichos me daban aprensión. Hube de comentar algo con algún amigo en el bar en el que pasaba las horas, porque fue allí donde me abordó un desconocido ofreciéndome un hermoso ejemplar de tucango. Mi esposa, me dijo, mejoró mucho en su compañía, pero un desgraciado accidente de tráfico me la arrebató hace sólo unas semanas. El animal la echa de menos y creo que mi presencia, añadió, no hace si no convocarle su falta, así que tanto el tucango como yo necesitamos aires nuevos, pienso emprender un largo viaje y si usted no lo acepta, lo entregaré a una protectora de animales. No sé qué es un tucango, le dije. Venga a casa, lo ve y ya me dirá qué le parece, me contestó. Un tucango se asemeja a muchos animales y por lo visto no es de la clase de ninguno a los que se parece, pero tenía un aire simpático. Se alborozó mucho al ver que me acercaba y se agitó como un bebé en el regazo de un adulto, sin cuya asistencia iría a parar al suelo. Un tucango puede ser confundido con un bonsái, ya que sus patas han de permanecer constantemente enterradas como raíces. Me lo llevé, pero aunque ni a mi mujer ni a mis hijos les gustó, soportaron su presencia en un rincón de la terraza, porque estaban cansados de verme deambular de un lado a otro como alma en pena. Por las noches, antes de irme a la cama, salía un rato al fresco y allí estaba el tucango, que me recibía con una mirada fiel y comprensiva. Los tucangos tienen una mueca muy parecida a la sonrisa humana. Una noche, después de tirar el cigarrillo al vacío para ver cómo la brasa viajaba negrura abajo, al ir a meterme dentro de casa, el tucango se removió en su tiesto. Me volví y le di las buenas noches. Entré en el dormitorio y la respiración sorda y ronca de mi mujer me excitó, pero no me atreví a acercarme a ella, después de meses de distanciamiento. Tuve un sueño en el que el tucango aparecía a la mañana siguiente muerto, una rapaz nocturna le había arrancado la cabeza. El hecho nos conmocionaba a todos y decidíamos envolver su cuerpo mutilado en papel de aluminio y guardarlo en el congelador hasta que llegase el fin de semana y poder llevarlo a algún lugar donde darle sepultura. Desperté y me acerqué al ventanal que daba a la terraza, donde la mascota ya tenía la cabeza metida dentro del bebedero. Toqué en el cristal y se volvió mirándome sonriente. Pasé el día fuera de casa, en los lugares de costumbre, atado como estaba a la inercia de pequeñas rutinas, a falta de cualquier ilusión o esperanza. Compartía con un grupo de jubilados el interés por la evolución de una obra. El esqueleto del edificio crecía y desde abajo señalábamos con un dedo sus avances con el mismo interés que si se tratase de la construcción de una catedral. Luego volvía al bar de siempre y pedía a cuenta unas cañas, que saldaba a finales de mes. Un día se me vino a la mente el tucango. Estaría solo en su rincón de la terraza, ya que mi mujer no regresaba hasta la noche y mis hijos estaban en el colegio. Me lo imaginé sonriente, removiendo las patas dentro de la tierra y mirando hacia la calle. Pero al mismo tiempo como en el sueño, decapitado por una alimaña. Salí precipitadamente del bar y regresé a casa mucho antes de lo acostumbrado. No me lo propuse, pero debí entrar sin hacer ruido y así llegué hasta la terraza. Sólo quería verlo, asegurarme de que estaba en perfecto estado. El tucango estaba inclinado sobre su pecho y emitía un suave gemido, una especie de lamento monódico, que interrumpió en cuanto se dio cuenta de mi presencia. Se irguió y recuperó la mueca sonriente que yo le conocía. Fingí que había regresado para recoger algo que me hacía falta y volví a marcharme como si tal cosa. Nunca más se me ocurrió acercarme sigilosamente a la terraza. Parecía el bicho más feliz de la tierra y se ganó las simpatías de mi familia. Una noche busqué a mi mujer entre las sábanas y nos besamos apasionadamente. Me dijo que me había echado mucho de menos, pero que también estaba harta y había pensado en la posibilidad de una separación temporal. A partir de ahí algunas cosas se fueron arreglando, dejé de vagar por el barrio, volví a ocuparme de las tareas domésticas y cuando pasaba por delante de una obra no me detenía si no unos segundos, más que nada para observar al grupo de espectadores del que en otros tiempos yo había formado parte. Mi mujer me dijo una noche que volvía a tener la confianza de antaño en nuestra relación. Desperté esa misma madrugada sobresaltado por un sueño terrible, en el que el tucango había escapado de su tiesto y había entrado en el cuarto de los niños con una sed malvada, insaciable. Por la mañana su rincón me pareció muy sucio y mientras lo aseaba a él y limpiaba las baldosas de excrementos pensé en la posibilidad de pasárselo a otra persona. Esa misma tarde hablé por teléfono con mi hermana y le insinué la posibilidad de que una mascota la pudiese ayudar. Su novio la acababa de dejar por otra chica. No sé si será buena idea, me dijo. Ven y lo ves, es un animal simpatiquísimo, si no te va bien con él me lo puedes devolver. El tucango se emocionó como un bebé en cuanto la vio y he de decir que me dolió que le costase tan poco alejarse de mí, pero al fin y al cabo no me había sido nada difícil librarme de él. La verdad es que lo eché de menos, me asomaba a la terraza y al ver su rincón vacío me sobrecogía. Cada vez que hablaba por teléfono con mi hermana, como quien no quiere la cosa, le preguntaba por el animal. Está muy bien, me dijo una vez, es muy simpático y hace muy buenas migas con el perro de mi nuevo novio. Ah, vaya, me alegro de que hayas rehecho tu vida. Nos reímos y colgamos. Esa misma noche volví a tener una pesadilla con el tucango. Por la mañana el teléfono sonó a una hora todavía intempestiva.

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