miércoles, 23 de junio de 2010

La vagabunda


La fotografía es de Weegee

Antes escribí la historia. ¿Antes de qué? Me puse con la historia después de conocerla. Yo quería conocerla, pero no saber mucho de ella. Estar frente a su frente en mitad de la calle tomando el sol, mirándonos de refilón: el brillo del sol en la piel, respirar cerca del aire que ella respirara. Morder el aire con palabras que contuviesen un virus mortal que la matase. Yo quería contagiarla. Quería contagiarla a ella y matar al resto de los mortales que caminaban por la ciudad. Matarla a ella con la inmortalidad de mi aliento. Escribí la historia antes de pensar en ella. Escribí un argumento blando como un trapo, un argumento que no se tendría en pie en ninguna reunión. No había anécdota. Entre ella y yo lo que debería suceder no tendría ni pies ni cabeza. Algo que no se pudiese contar de pie con una cerveza en la mano, algo de lo que sólo se pudiese hablar con la cabeza dentro del agua. Nos pusimos uno al lado del otro cuando ella todavía no existía para mí, cuando yo aún no había aparecido en su vida. Estuvimos espalda contra espalda escalando por las costillas de la ruina, de mi desastre y de su ruina. Ella dormía en la calle, apareció por la punta de mi calle como una luz que se está gastando, con la idea de dormir en aquella calle. Ya está ella acurrucada contra la pared, envuelta en lo que se envuelva. Ya está ella allí, pero yo todavía estoy escribiendo como si ella no existiese, como si todo lo que existiese estuviese contenido en los márgenes de una lápida. He pasado muchos años fabricando lápidas, aquí nació y en ese año y allí la palmó y en aquel año. Y la vida que llevó cabe en esta mierda, granito, mármol, materia. Comencé a llenar mi cubo de basura con toda esa mierda que no sirve para nada (historias que me contaron para hacerme creer que entre un punto y otro punto había un camino transitable), un pan mordisqueado, allí puesto, encima de la mesa, ¿quién lo ha mordido?, cáscaras de un huevo, restos fríos de la cena, cartas sin abrir, el dedo de un hombre al que le ha sido amputado su dedo para que mi basura tenga sentido, para que tenga sentido la vida de un hombre con el dedo amputado o la vida del hombre que se lo corta porque hay que hacerle comprender que las deudas hay que pagarlas, qué hermosa caja de basura a la que le voy a poner un lazo, se la quiero regalar al hombre que urga todas las noches en la basura en cuanto yo arrojo al contenedor mi basura, camino con mi basura bajo el brazo, la luna me vigila, la llama encendida en los ojos de una rata, el paso deforme de un vecino gordo que se apea de un coche, al que le gustaría ponerme las manos en el cuello y apretar, alehop, piso con el pie la barra del contendor y con la fuerza del brazo levanto la boca y le tiro a las fauces la bolsa pringosa, que estalla allí. Ya estoy yo también en la calle, pero a ella no la he visto. Estoy a punto de tropezar con lo que sea lo que la cubre, salto por encima y me meto asustado en el portal. Todavía no sabía que tenía la oportunidad de conocerla a ella al alcance de mi mano, mi mano olía mal, a basura. Yo me inventé una historia para lo que aún no me sucedía. Antes de morirme me inventé una historia con las partes espaciotemporales reblandecidas por el calor, derretidas por el sueño, por la certeza de que lo que no ocurre es. La pagué con mi trabajo. Lo hice mal todo. Muy bien mal todo. Y me echaron a la calle, como debía ser. Un ojo se me puso como una sandía, no sé que si había tenido algún problema últimamente. Yo ya era mi monstruo soñado del ojo en la frente, yo ya era una pobre alimaña como ella, que dormía en aquella pared de aquella calle mía y yo que bajaba cada noche a tirar la basura con toda la basura que iba encontrando en casa, empecé a tirarlo todo. Empecé por las fotos, de niños, de sonrisas, de amor, de muertos, de dolor, de desconocidos, de indiferencia. Y me miró, me miró mi único ojo, pero no me dijo nada, no apartó la vista, no me vio. Yo no la vi, y ahí empezó todo. No quererla yo a ella ni ella a mi, no escucharla ni olerla, una especie de suposición entre los dos de que ella y yo éramos un modo de hacer que el tiempo se deshiciese, de destruir aquella calle con todo su vecindario dentro de la calle. Todo más o menos estaba en mi cabeza, el día que le conté mi invención me miró horrorizada el gran ojo hinchado de mi cara. Será mejor que no hablemos demasiado, me dijo, y yo estuve perfectamente de acuerdo. ¿Querrás subir conmigo a mi casa, puedes dormir en ella en una cama? Me he acostumbrado a dormir en la calle sin cama, dentro de este envoltorio que me envuelve. Nunca hablamos, nunca es nunca. Nunca dijimos esas palabras que acabo de escribir que dijimos. Yo lo que hago es inventar esta historia antes. ¿Antes de qué? Invento para que los bordes de la lápida no limiten mi vida ni la suya. Quiero invitarla un día, hablar con ella, ponerla frente a mi y mirar el sol en su frente, pero no sé cómo hacerlo, no quiero que despierte, ahora la oigo respirar y lo que sea que la envuelve contiene su respiración, que sube y baja. He bajado con el cuchillo en la mano, el cuchillo con el que me corto uno de los dedos de una mano, tengo diez en total, son muchos, y se lo dejo al lado, como si fuese una flor, la flor de quien la ama. Vuelvo al día siguiente, ella tiene miedo. ¿Quién es usted? ¿Por qué me quiere usted hacer daño? No, le digo. No quiero hacerle daño a aquella a la que podría querer mucho. No se ría usted de mí. De todos me río, menos de ti, chiquilla. Vuelvo a soñar con ella. Me limito a bajar la basura y dar un pequeño rodeo para no tropezar con su cuerpo acostado contra la pared. Todas las noches sueño con ella y me gustaría que ella soñase con ese hombre que baja a tirar la basura. Entonces los celos se apoderan de mi, pensando que todas las noches los hombres que viven en mi calle bajarán a tirar la basura al contendor, con la maligna intención de que la vagabunda que duerme contra la pared sueñe con ellos. Me gustaría asesinar a todos los hombres que hacen eso. Una noche, además, el vagabundo que repasa el contenedor después de que yo arroje mi basura, estuvo hablando con la vagabunda a la que deseo, a la que creo que podría querer. Soñé que lo esperaba detrás de un coche y le clavaba mi cuchillo de rebanar dedos en mitad del corazón. Pero ella le debió parecer extraña, inalcanzable, porque no la volvió a abordar. Esa noche, cuando comprendí que ella también era inalcanzable para mi, solté la basura en el contenedor, pero no regresé arriba, sino que seguí la calle adelante y entré en un bar, donde había otros hombres que también bebían. Encorvado sobre si mismo cada cual mascullaba una historia que nadie quería saber, reproducida por un bolero en el tocadiscos. Ella no existe, dijo un borracho. Está acostada contra una pared de mi calle, le dije. Sí, pero no existe. La prefiero así. Como todos estos desgraciados, señaló a los bebedores. Cada poco un hombre bajaba por unas escaleras y otro subía. Hasta que llegó mi turno. Alguien me dijo que era mi turno. Subí. Era hermosa y sabía dar placer. Luego volví a mi casa y al pasar al lado de la vagabunda recostada contra la pared me pregunté qué vida habría llevado antes, me lo pregunté por primera vez. Me pregunté por la vida que había tenido yo antes de llegar a estar allí, frente a ella, pero no conseguí recordar nada que me sirviese allí. He sido escritor, pero ya no lo soy, podría decirle, ante una taza de leche caliente, pero la cursilería del momento, una escena tan vulgar, rompería cualquier comienzo que pudiese darse entre ella y yo. Decidí bajarle una taza de colacao caliente. Lo puse al lado de donde yo pensaba que aquel envoltorio envolvía la cara y me marché. Pasé todo el día atormentado pensando si no habría caído por accidente un dedo cortado dentro de la taza. La vagabunda se levantaba muy temprano y se marchaba de aquel hueco de mi calle, volvía por la noche. Mi plan era: pedirle la taza.

Yo estaba escribiendo, yo estaba escribiendo con la luz encendida del techo donde colgaba la bombilla. Yo estaba escribiendo una historia que por haber ya ocurrido a mí no me ocurría. Yo tenía un escritor con tres hijos y va se tira un tiro. ¿Por qué va un escritor a pegarse un tiro? Porque su amante ya no quiere saber nada más de él, porque le duele españa. A mí me deja mi amante y no me pego un tiro, se lo pego a ella si es que se trata de que hay que pegar tiros. A mí españa no me duele, me pica como un sarpullido, me escuece como una reacción alérgica. Pienso si no serán estos ojos míos hinchados como sandías esa reacción que españa me provoca siempre por primavera. También yo tengo tres hijos y digo que no me pegaré un tiro, pero vete tú a ver si en un momento dado uno no se lo pega y ya. Ellos duermen, yo escribo y la vagabunda recoge sus cosas y se marcha antes de que empiecen a pasar los más madrugadores de la calle. Podría seguirla, ver cuál es rutina diaria, mantenerme en la sombra observándola desde lejos. Podría perseguirla también, hacer que corra y yo correr detrás para conocerla mejor, para encontrar ese punto de tensión en el que destacará sobre todas las otras vagabundas que hay en la ciudad y sobre todas las mujeres. Prefiero no hacer nada de esto. O quizás planear con detalle cómo hacerlo y renunciar a ello a última hora. Desde aquí la puedo ver, imaginar, oler, amar. Desde aquí puedo construir el pasado de una forma más acertada. La vagabunda tiene una mirada huidiza, asustada, que en algunos hombres vulgares provoca una pasión violenta. ¿Por qué ha elegido este barrio como refugio? Cada noche ha de subir unas escaleras para llegar al pasaje en el que se acurruca, o bien sube por la rampa empujando un carro en el que lleva todo lo suyo. Todo lo suyo. Aquí vive esa gente honrada y buena de la clase media tirando hacia abajo. Los vecinos ya estarán hablando de ella, pero yo no hablo con los vecinos. Me gustaría saber qué dicen. Ella no habla con nadie. Quiero desear que ella no va a hablar con nadie, con nadie que se dirija a ella para ofrecerle ayuda. El escritor de la historia que estoy escribiendo no soy yo, se me parece físicamente, eso sólo. En la reconstrucción que invento para su vida puedo ponerlo en contacto con mi vagabunda, acercarlo al cuerpo de la mujer asustada en otra ciudad y con más de 150 años de diferencia. Darle una oportunidad a los dos, pero no hemos llegado hasta aquí para encontrar nuevas oportunidades, sino para cerrar todos los caminos, todas las salidas. He investigado sobre la época, sé el nombre de algunos ministros de entonces que si existiesen hoy no los conocería. No quiero que me sujete la historia para escribir mi historia. Apago la luz y me asomo a la ventana. No se ve desde ahí el rincón en el que ella pasa la noche, pero hacia él van mis ojos queriendo atravesar los obstáculos que me impiden la visión. Si bajase encontraría el hueco de su cuerpo, un vacío que sabría llenar con desesperanza, con desilución y amargura, con infelicidad, con toda mi vida puesta en negativo, con mi vida de cabeza. ¿Y su nombre? Me basta con llamarla la vagabunda. Es ella. Yo soy yo. El escritor sobre el que quiero escribir es el escritor sobre el que quiero escribir. Si ahora mismo pusiera aquí un nombre ese nombre acotaría mucho terreno, mucho espacio. Quiero un tiempo y un espacio como chicles. Quiero una mujer que sea un chicle. La vagabunda es un chicle. El escritor del siglo 19 es un chicle que se estira por la bóveda del cielo. Tengo todo un día por delante de buenos días, comida y chicle estirado, chicle que masticar.
Por la noche bajo y le digo: tienes una taza mía. Me la pone por delante. No dice nada, no me mira, me retiro de allí.
Por la noche bajo y paso por su lado intentando descubrir si tiene junto a ella la taza que le puse, pero no la veo.
Por la noche no bajo, no saco la basura, tengo tanto miedo de ver la taza junto a ella como de no verla.
Le digo a mi esposa: si quieres ver una película.
Vale. Pero habría que tirar la basura, hoy tiene pescado.
No me queda otro remedio. Bajo y tiro la basura al contenedor de basura, la arrojo dentro de sus fauces.
La miro al pasar tanto a la ida como a la vuelta. Nunca le he puesto una taza de leche caliente, nunca le he hablado, nunca haré nada de nada. Me limito a entrar en el ascensor y a reprimir un grito.
Le podría decir algo a mi esposa, hablar con ella de la vagabunda, pero no lo hacemos. La vagabunda tiene un pequeño transistor sintonizado. Con él combate su soledad. Mi esposa y yo metemos una película en el cacharro y enseguida uno de los dos se queda dormido.
Si pudiera ofrecerle un trabajo, ¿lo haría?. ¿Quiero que deje de ser lo que es? Se podría ganar un dinero haciendo fotocopias, pero no sé si ella querrá ganarse un dinerillo haciendo fotocopias. Algún vecino ya lo estará pensando, tal como yo lo estoy pensando, darle una ocupación con la que se pueda ganar la vida dignamente. Pero he aquí que la prefiero indigna y parasitaria. Quizás ella desee una oportunidad, tal vez quiera alguna esperanza económica para su vida. Si es así yo estaría contento de dejarle un sobre con dinero en el lugar en el que le hubiera puesto la taza de colacao, con lo que podría asustarse. El dinero en muchas ocasiones provoca temor, angustia, recelos. Bajé un sobre con dos billetes y se lo metí bajo el envoltorio que la envolvía mientras estaba durmiendo. No quería asustarla como para hacerla huir, así que bajé de nuevo y retiré el sobre que tenía apresado bajo sus costillas. Me miró con sus dos grandes ojos amarillos, con toda la fealdad de su vida inclemente, con la locura del recelo, me miró como si mirase a un hombre, con terror. Eso me entusiasmó. Me acarició el ojo hinchado. Supo hacerlo. Así de fácil. Supe que no me equivocaba. Levanté el brazo hacia el cielo y lo descargué sobre su costado. Su gemido de dolor fue como el estremecimiento de la tierra. En auxilio de la vagabunda acudieron los vecinos. Él la ha golpeado, ha intendado quitarle algo y después le ha dado un puñetazo, le dijo uno a otro. ¿Quién es él? El que vive en el sexto con la casa llena de basura, hace unos meses lo abandonaron su mujer y sus hijos, pero él sigue diciendo que vive con ellos. Está en el paro, yo siempre lo veo entrando y saliendo, dice que un día fue escritor, pero que ya no. Lo más seguro es que se haya vuelto majara. Discuten entre ellos si llamar a la policía o no. Prefiero que la llamen y así se lo hago saber, pero deciden lo contrario, así que tengo que soportarlos. La vagabunda me mira como si estuviésemos solos, como si el vecindario, que a esas alturas ya ha bajado al completo a la calle, no existiese. Parece decirme: no te preocupes, estoy cerca de tí y te cuidaré. Bla, bla, bla, bla. Todos esos seres agusanados, infectos, podridos, sin alma ni corazón, le ofrecen su ayuda a la vagabunda, que ella rechaza con humildad, con seguridad, retándome a tomarla en serio, sin abrir la boca, con sus ojos amarillos, con su fealdad o no. Es difícil saber si la vagabunda es fea o no, si es vieja o no, si es estúpida o no. Siguen hablando de ella y de mí como si ella y yo fuésemos peores de lo que somos, estuviésemos infectados por un virus, como si ya no fuésemos como ellos, ella y yo estamos en un plano diferente, aunque sólo seamos una víctima y su agresor, aunque sólo porque somos escoria y una oportunidad para ellos de salvación. La miro a la vagabunda y hace una cosa entonces insólita de la que nadie se percata, me saca la lengua en señal de burla. Una lengua rosada, grande, esponjosa, como un animal ciego, sale, se agita, y se esconde. ¡¡¡Se ha burlado!!! ¡¡¡Se burla!!! No estoy seguro ahora, maldita sea, no lo estoy, pero me cortaría un brazo para demostrar que su lengua se ha salido de su boca. Qué hermosura de burla, qué delicia la inocentada de estar vivo. Se ha burlado de mí y no de ellos, soy yo únicamente a quien ella tiene en cuenta como interlocutor válido. Por fín, sale a relucir lo que buscaban: No puedes venir a dormir aquí, es peligroso para tí, le dicen. Tienes que pedir ayuda en asuntos sociales. Pero ella parece conocerlos bien. Miro en derredor y echo de menos la mirada inocente de un niño, de un pobre imbécil, uno de esos proyectos de idiotas integrales. Miro hacia todas partes y le digo a una vecina que echo de menos a los memos de sus nenes, pero no me entiende, se asusta, se refugia detrás de alguien y me acusa de haberla amenazado a ella también. El presidente de los vecinos levanta un dedo acusador que me gustaría meterme por el culo, pero me dejo que actúe. La próxima vez avisaremos a la policía, me dice. Me encantaría meterme ese dedo vigilante por mi culo. Le demostraría a ella, a la fea vagabunda, así, que mi amor por ella era puro, desinteresado, que nadie se podría interponer nunca entre nosotros dos.

Mi esposa y yo regresamos tarde a casa, cuando ella está organizando su cama. Pone unos plásticos en el suelo. Ella tiene espalda, ella tiene un rostro desdibujado, una vida allí mismo que gestiona bien. En mí están las suposiciones de mi vida, de la de ella, de la de mi esposa, de la del vecino con el que nos cruzamos y también la mira de reojo. Arriba me siento a escribir, una niña escucha un tiro, sale corriendo y al entrar en el despacho se encuentra a su papá en el suelo con un tiro en la cabeza y un charco de sangre en el suelo. Esa niña deja ipso facto de ser inocente, todo el peso del mundo cae sobre ella, zas, esa niña que ahora vive en esa vagabunda de ahí abajo, simplemente porque lo escribo así, porque esa mujer que tanto me inquieta vivió hace casi 200 años, no es posible, no es verosímil, no me lo creo. Si tuviera que darle a ella un nombre la llamaría adela, la pequeña adela escondida detrás de una cortina espía los pasos inquietos del escritor que se pegará un tiro en breve. La de enmedio, adelita, con apenas seis añitos, una niña que meterá a un rey debajo de sus faldas, está ahí abajo, haciendo su cama, expuesta a todos los vecinos, expuesta a quien la quiera usar, inerme, flaca, fea, tostada por el viento y el sol. La pequeña adelita oyó los pasos de las dos mujeres que fueron a visitar a su papá el día que se tiró el tiro. Escondida ella detrás de una cortina, las dos mujeres suben por las escaleras, recorren el pasillo y mientras una entra en el despacho de su papá, la otra espera. Al pegar un tiro un hombre ha de saber recibir ese tiro si se lo ha tirado a sí mismo. Qué buen recibimiento le hizo el papá de adela al tiro aquel, después de que aquellas mujeres se marchasen llevando consigo unas cartas de amor. Y todo esto, y esta historia confusa que se hace y deshace, y dale que dale, para llegar a esta vulgaridad: unas cartas de amor. Pero es que a veces hay que rendirse a la vida, escribir cartas de amor, recibirlas, devolverlas, y sentir que un país entero te duele, aunque sólo sea durante un segundo. Ese destino de los grandes poetas que a personas vulgares los grandes poetas les han usurpado.

1 comentario:

Luis Recuenco dijo...

Disculpa, Antonio, pero había entendido que dejabas el blog. Veo con alegría que entendí mal. Te echaba en falta.

Un abrazo.