lunes, 26 de julio de 2010

Fitofilia




Siempre preferí vivir solo, aunque también me adapté a las circunstancias y hasta los 13 años permanecí en la casa familiar. Mis padres se despeñaron haciendo alpinismo y aproveché la orfandad para independizarme. Hace poco encontré un pequeño piso que había sido dividido en dos apatamentos minúsculos, pero por lo que puedo pagar nunca vería nada mejor. Decidí quedarme en él. Tengo pocas cosas, me caben en una maleta. Desde la ventana de la habitación veo la esquina de un edificio y un lienzo de cielo cambiante. Trabajo en casa corrigiendo textos. No me gustan los animales domésticos, ni los salvajes. Cuando me di cuenta de que encima de un estante había un tiesto con una plantita, que posiblemente había dejado atrás el anterior inquilino, sentí la carga fastidiosa de tener que regarla para que no se muriera. Nunca antes hubo un ser vivo a mi cargo y tampoco sabía si aquella especie vegetal necesitaba más o menos agua. Fui a tacto y del pequeño tallo no tardaron en brotar ramitas y de éstas flores y hojas que brillaban a la luz del sol con esa intensidad lustrosa del agradecimiento. Me sentí muy satisfecho, orgulloso, podría decir. Una tarde salí a despejarme, dando un paseo por el barrio que aún no conocía y, sin tenerlo exactamente planeado, acabé en una tienda comprando lo necesario para transplantarla a una maceta más grande. La planta siguió creciendo a medida que pasaron los días y en mis cuidados incluí un abono que me recomendaron en una segunda visita a la tienda. Decidí empezar a hablarle, al principio me limitaba a leer los aburridos textos técnicos que tenía que encajar dentro de una sintaxis comprensible. Sin que corriese la más mínima brisa la planta se agitó desde la base del tallo una sofocante tarde de julio. Pensé que trataba de comunicarse conmigo, pero luego intenté poner un poco de lógica y razón en aquella aventura. Tenía que reconocer que pasaba mucho tiempo solo, aislado, y que el cansancio en situaciones de estrés juega malas pasadas. Sin embargo, una noche me desvelé y estuve varias horas despierto, mirando entre las sombras y los claros de la luna llena las expresionistas formas que se proyectaban en el suelo y en la colcha de mi cama. Las más llamativas y seductoras eran sin duda las de la planta, que parecían los brazos de una mujer que reptaba hacia mi cuello. Así me entretuve, con una fantasía que me excitó más que la visión descarnada y habitual de mis musas favoritas del porno, hasta que caí rendido bajo las sábanas, aliviado y exhausto. La planta creció adaptándose a las condiciones de estrechez de mi casa y desde el suelo me llegaba ya por el hombro cuando me ponía a su lado, pero abultaba apenas lo que la figura de una adolescente desgarbada, cuyo cuerpo cabe en cualquier armario, como yo bien sabía. Si pasaba a su lado me parecía oír un gemido, un lamento y también ese sofoco del esfuerzo inútil, frustrado. Entonces un día tuve una de esas ideas peregrinas, absurdas y fantasiosas que solo se dan en los cuentos infantiles. Escarbé la tierra, en la que el tronco hundía sus raices, y cuando tuve hecho un agujero metí una mano y busqué, arañé con los dedos y, después de un rato de ir palpando hacia aquí y hacia allá, di primero con un pie y luego con el otro, que por efecto de las cosquillas se agitaron como dos pajarillos nerviosos.

1 comentario:

Joselu dijo...

Tienes poderosa imaginación que se expresa en estos textos breves que siempre sorprenden al lector. En este caso, se combinan la ternura, el descubrimiento del otro que late en la planta y la revelación mágica, entre cómica y fantástica. Ya me gustaría tener a mí una décima parte de tu imaginación. Un abrazo.