martes, 13 de julio de 2010
Las experiencias, ¡qué emoción!
Todas las tardes, en cuanto oscurecía, me asomaba a la ventana y me fumaba un cigarrillo, mirando a la gente que pasaba por debajo o las ventanas del edificio de enfrente. Luego volvía dentro a lo de todos los días. Eran algo menos de cinco minutos que esperaba no desde que me levantaba, sino desde el instante mismo en el que le daba la última calada al cigarrillo y lo arrojaba al vacío para ver como su brasa se descomponía al chocar con el suelo. Creía que esa era, y muchos de ustedes habrían pensado en mí con tristeza si me hubiesen oído, la mejor parte de mis días. Me consideraba, no obstante, un hombre afortunado por saber que era plenamente consciente mientras fumaba y miraba por la ventana. No voy a entrar en detalles sobre mí, si soy rico o pobre, guapo o feo, si tengo muchos amigos o muchas amantes o si estoy más solo que la una. Cuando paseaba por la calle y veía a alguien asomado a una ventana sentía una envidia enorme, unas ganas terribles de ocupar en ese instante su lugar, de modo que a veces me detenía y espiaba un rato. He temblado de emoción al ver que alguien asomado a una ventana encendía un cigarrillo, he llegado a llorar, como si viese una escena de una película que me emocionara. Me ha ocurrido estar en la calle a la hora del atardecer y sentir el impulso de regresar a casa corriendo para salir a la ventana y encender un cigarrillo. A veces lo he podido hacer y otras no. No me valía la contemplación desde una terraza al borde del mar, como la que llevaban a cabo muchos de los turistas que nos visitaban. Desde mi ventana no se ve un cuadro especialmente bello. Tan sólo un trozo de cielo, unos cuantos edificios, acera y asfalto, además de un árbol en una esquina. Cada calada marcaba con especial intensidad un instante de ese momento pleno, al tiempo que significaba que quedaba menos para su agotamiento. Entonces sentía que se me abría una herida de difícil localización. Cada día renovaba el placer de esa herida en mi carne. Nada de lo que había vivido en las horas restantes o viviría en las posteriores se le parecería. Me limitaba a salir a la ventana, encender el cigarrillo y mirar. Desde hace poco, sin embargo, cada día encuentro a esa hora a alguien nuevo asomado por otra ventana que hasta entonces había permanecido cerrada. En la ciudad ya pueden ser miles los que lo hacen, y según noticias que me empiezan a llegar, esta afición se comienza a extender por todo el país. La gente deja de hacer lo que tenga entre manos y a la hora del crepúsculo se asoma afuera con un pitillo en los labios, como si de una nueva moda urbana se tratase. Los medios de comunicación ya han empezado a dar cuenta de ello. Ayer, aprovechando que las calles son semiabandonadas y hay muy pocos transeúntes, salí a dar un paseo por la manzana, el tiempo que me duró el cigarrillo. Resultó sobrecogedor.
La imagen se titula fumo en la ventana y está sacada del blog de felatriz.
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