domingo, 20 de febrero de 2011

El ascensor de Robinson Defoe


La fotografía es de la ciudad abandonada de Pripyat

No sé si hubiera sido posible averiguar realmente por qué todo el mundo se había marchado, pero yo no quise hacerlo. Nunca creí en la amenza, en el peligro que corría quedándome en la ciudad. No hice caso de las advertencias de las autoridades, de los avisos de evacuación, entré en unos recreativos y dejé que la gente se marchase mientras yo jugaba una partida de billar francés sin contrincante. Desde entonces he practicado mucho, pero reconozco que soy un jugador mediocre. Suponía que no estaba solo, pero en años no había visto a nadie. Me llamo Robinson Defoe. No porque ese sea el nombre que me pusieron mis padres, sino porque me da la gana de llamarme así. Este lugar, que no está rodeado de agua por todas partes, sino de autopistas y vías de circunvalación, por las que no transita ni un solo vehículo, es una isla, no porque lo sea, sino porque no lo es. Escribo porque estar todo el tiempo jugando al billar francés sin contrincante sería muy estupido, y aburrido. Y porque estoy cumpliendo la fantasía de muchos hombres. Sigo viviendo en el mismo apartamento de siempre. Al principio decidí mudarme a un lugar mejor. Busqué en otras zonas, cerca de un parque, con vistas a la bahía, con canchas de tenis y frontón, en fin, alguna cosa mejor orientada, y al principio fue divertido, como andar de mujer en mujer, pero luego volví aquí. A esta torre, al piso doce, sin ascensor, porque aunque funciona, no me arriesgo a que se averie conmigo dentro. Estoy en forma, salgo todas las mañanas y recorro la ciudad a buen paso, intento conservar lo que está a mi alcance, cada semana en un sector distinto, pero sin un gran empeño. No hago nada contra la corrosión del tiempo, del mar, del sol y la ventisca, me limito a cerrar alguna puerta antes de que se desencaje, pero cuando compruebo que eso sólo sirve para que se atasque y correr el riesgo de no volver a abrirla, decido no tocar nada, así que acabo limitándome a mirar cómo la ciudad se va humanizando sin personas, cómo su organismo se oxida, se hincha o se desinfla, cómo pierde vitalidad y gana mansedumbre. Mi rutina es muy parecida a la de un científico. Después del paseo matutino entro en una cafetería y me preparo un desayuno. He de decir que las cámaras frigoríficas y las despensas están bien abastecidas y organizadas. Dibujo un mapa o guía de los lugares de aprovisionamiento, especifico detalles de interés, tomo notas, compruebo que los servicios de agua y luz funcionen correctamente. Hago fotografías de todo. Por la tarde regreso aquí y pongo orden en todo ese material. A última hora, antes de irme a la cama, leo. No tengo noticias del exterior, se ha perdido la sintonía de todos los canales de televisión y la radio tampoco funciona. Desde el piso doce sin ascensor contemplo la inmensidad de un mar de vacío, las calles arrasadas por el viento, el espectáculo sobrecogido de mi mente proyectada en el asfalto, porque sé que la ciudad que hay ante mí es un espacio de imaginación. Como hacer carambolas, como fallarlas en los billares abandonados. Como estas palabras. No obstante, hay que saber qué hacer con uno mismo; a estas alturas salir de la ciudad sería un suicidio, sin noticias de lo que hay tras ese horizonte. En la playa por la mañana un tipo me ha sobrepasado corriendo, un desquiciado, que no dejaba de soltar incoherencias, me ha pedido cincuenta céntimos para el billete del autobús. Nunca he pensado, ya lo dije, que fuese yo el único habitante que hubiese quedado en la ciudad, pero han pasado tres años hasta este momento. El tipo ha seguido corriendo con un discurso enrevesado sobre la actitud positiva. Eh, espera, le he gritado. Pero no lo he podido alcanzar. Cincuenta céntimos, he estado repitiendo toda la tarde, intentando imitar la voz y el acento del hombre, sin éxito. He recorrido las paradas de autobuses, he subido a alguno de ellos. He encontrado restos de comida y recipientes de alguien que ha vivido últimamente por ahí. Durante días, semanas enteras, mi único propósito ha sido volver a encontrar a ese hombre. Subo a un autobús, tomo asiento y espero media hora, mirando por la ventanilla, a que el hombre aparezca, no lo hace y luego me bajo. Tomo otro, en otra línea, detenido en el arcén, y así hasta que me canso del viaje estático, infructuoso. Pero cuando mi esperanza era ya una rutina sin memoria, el hombre entró en el mismo autobús al que yo había decidido subir. Habla con un conductor inexistente, ante el que se disculpa por no tener el importe completo para el billete. Se dirige a pasajeros inexistentes para ver si alguno está dispuesto a ayudarle con cincuenta céntimos. Yo los llevo preparados en el bolsillo para ofrecérselos, pero alguien inexistente se me adelanta y el loco se acerca al lugar del conductor. No parece haberme visto, así que decido quedarme quieto y hacer el viaje que él hace, un viaje estático e interior, lleno de desvaríos. El loco se levanta y le dice al conductor que se detenga, que le abra la puerta, que tiene que recoger algo que se le ha caído por la ventanilla. Y así es. Esa misma tarde, de vuelta a mi apartamento, decido tomar el ascensor hasta la planta doce. El corazón se me iba a salir por la garganta, no recordaba haber hecho nada tan emocionante en mi vida. El ascensor llega a su destino sin problemas.

3 comentarios:

Antonio Senciales dijo...

Me ha parecido un original ejercicio sobre la teoría del absurdo.
Compruebo que tu forma, ya experimentada, de escribir ha ido cambiando poco a poco hacia derroteros muy distintos de los que te conocí tiempo atrás.
Se adivina tras estos pequeños relatos a alguien que busca caminos no trillados que ofrecer al lector.
Saludos,

hombredebarro dijo...

Antonio, gracias por tus precisos comentarios. Conoces muy bien mis textos. Independientemente de los logros, me interesa en general mucho relajar esa tensión obsesiva de la presentación-nudo-desenlace, de la que todavía soy esclavo, y crear personajes antisicológicos,esto es, con reacciones poéticas, deportivas y humorísticas, donde voy mucho más adelantado.
Un saludo.

Anónimo dijo...

Eso no es una fotografía.