Fotos de Cabo Home y de la verja de entrada al cementerio de Aveiro.
Este verano he estado a punto de matarme en varias ocasiones. De suicidarme, quiero decir, para ser más exactos. Lo que no quita que a punto de matarme también. Pero siempre había alguien de por medio que “me salvaba”. Para un suicidio se hace necesaria cierta intimidad. El verano ha estado bien, pero he echado de menos ciertos momentos de soledad. De atormentada soledad. En fin.
Soy un artista. Un artista plástico. Enormemente plástico. Tengo un mundo interior. Es ahí donde me hubiera gustado pasar el verano. Sin embargo, he estado en el norte. Sólo en el norte. Con mi mujer y mis hijos. He pasado un verano en un largo y cálido otoño, pues las temperaturas han titubeado bastante sin atreverse a subir. He caminado por la orilla de un río, he cruzado algún puente, me he asomado a los acantilados de un cabo. Es decir, no me han faltado oportunidades. Pero siempre había allí alguien mirándome con dos ojos enormes, asombrados. Este verano he visto a todo el mundo con los ojos redondos y grandes, como los dibujos del manga, con un punto de humedad que me ha sobrecogido. En esas condiciones no he querido hacer de mi suicidio un happening, puesto que hubiera acabado de modo funesto. Me hubiese gustado una pequeña muerte segura e indolora. Una muerte que hubiese hecho feliz a todo el mundo. Una muerte de vacaciones. En un lugar apropiado, con todas las garantías de que el suicidio iba a salir bien. Pero no ha sido posible.
He llegado a pensar que quizás hay por ahí más gente a la que le hubiera gustado suicidarse este verano, pero las circunstancias no se lo han permitido. Residentes en su propio mundo interior atormentado, artistas sin otra salida, o sólo aficionados. Pero no me he atrevido a comentar esta idea con nadie. Creo que he hecho bien para encontrar una puerta de entrada a ese jardín de los deseos y las frustraciones íntimas. Si le hubiese dicho algo a mi esposa ésa ya sería una locura exorcizada. Sin embargo, en secreto las obsesiones se enriquecen, son como árboles en un bosque encantado que se ramifican y se comunican entre sí. He pasado el verano soñando con una idea que poco a poco ha ido cada vez a más. Una quimera que me ha inspirado como artista plástico. Porque eso es lo que soy en verano y en las demás estaciones. Es lo único que me ha permitido sentirme enormemente plástico. Ni siquiera me ha importado mi primera exposición, que tengo prevista para el año que viene. Si me hubiese suicidado con toda normalidad, habría que haberla llamado Póstuma.
Pero el verano ha ido transcurriendo con sus vaivenes, los deseos y las desorientaciones turísticas. He comido bien. He bebido. Me he bañado en el mar. He sentido la piel y el amor de mi mujer y mis hijos. No he dejado de pintar. He tenido tiempo. Para casi todo, excepto para un suicidio en regla.
Creo que después de muchas noches soñando ya puedo decir que se me ha ocurrido la mejor manera de acabar conmigo mismo. Imagino que habrá por ahí otras personas dándole vueltas a esa posibilidad. No hay ningún asunto en el que un hombre deba sentirse original. Cada quisque llegará a saber mejor que nadie cuál es la manera afortunada de su suicidio. La que me conviene a mí como artista plástico, padre de dos hijos, hombre con responsabilidades, no va a ser la apropiada para quien quizás prefiera veranear en el sur, o conocer las islas antes que los continentes. Voy a elaborar una carta de suicidios. Pero me voy a centrar en aquellas personas que elijan sus vacaciones de verano para tomar esa decisión, con la que no quieren perturbar el curso normal de los de acontecimientos que rodean su existencias, más allá de la vida misma.
Yo me suicidaría, pero qué va a ser de mis hijos, o de mi mujer, o de mis padres. Qué va a ser de mi obra plástica, por ejemplo. O del resto del verano. Cómo tomar una decisión de ese calibre sin echar a perder lo que nos rodea. Este va a ser mi negocio. Cuando he dicho carta de suicidios no me he referido tanto al instrumento con el que llevarlo a cabo, que también, como a soluciones para los flecos que un acto de esa categoría deja sueltos.
Mi primera conclusión me ha venido por la experiencia. A mí siempre me han entrado ganas de matarme en verano. Ni la primavera ni el otoño. Y mucho menos en invierno. Y como yo, imagino que habrá tantísimas personas. En una piscina, quizás en el Caribe, con una bebida fría en la mano, dulce y ligeramente alcohólica, arropado por los ojos grandes y expresivos de un mulato o una mulata. A los pies de una ruina maya, o a lomos de un camello frente a las pirámides egipcias, en una colonia de vacaciones familiares, o en un burdel. El suicida estacional tiene un segundo en el que anhela adormecerse junto a la espita del gas, o poder empuñar el mango frío de una pistola, echar mano de un frasco de somníferos, o anudarse el cuello con una soga. Vamos a mantener los modos tradicionales para que uno pueda quitarse la vida, en los que al fin y al cabo hay ya mucho inventado, con la novedad en la asunción del hecho. Para empezar no vamos a plantearnos las cuestiones tradicionales. Qué se le ha podido pasar por la cabeza, con lo bien que lo estábamos pasando estas vacaciones y lo animado que se le veía. No. En algunos casos será posible que las vacaciones sigan siendo felices, animadas por el hecho novedoso y fructífero de contar con un suicida entre nuestro grupo de amigos. Habrá casos más fáciles y otros serán más complicados, evidentemente. Por supuesto admito que el proyecto, el negocio, es complejo, que va a encontrar detractores, que muchos lo tildarán de locura, que se sale de los cánones de las típicas vacaciones de verano. Pero es un reto al que le vengo dando muchas vueltas desde hace un tiempo. He explicado que surge de mi propia experiencia y se inscribe dentro de mi actividad como artista plástico. Ser enormemente plástico es un modo de vivir. Pero esencialmente un modo de cómo quiere uno morir. Las actividades y los cursos van dirigidos a aquellas personas que se quieran quitar la vida sin excesivas complicaciones, o con las menos posibles, cuando quizás más tiempo tienen para estar con los suyos, en situaciones sencillas y amables, sin llamar la atención, y de un modo que se quiere natural. No tengo que decir que es conveniente iniciarse por este camino en secreto, sin decirle nada a amigos ni familiares, hasta que llegue la hora, el momento adecuado, ya que todos se empeñarían en hacernos desistir. Se lo tendremos que dar todo hecho, como vulgarmente se dice. Habrán de ver en nosotros una firme, decidida y feliz determinación de morir. Un acto con el que los queremos hacer felices, con el que buscamos nuestro bien y el de ellos mismos. Ya sé que es complicado. Pues se trata de unas vacaciones de verano irreversibles. Un camino sin retorno a través de ese tiempo que cada año se nos entrega con una administración de sus horas estipulada de antemano, en acuerdos en los que no se nos ha tenido en cuenta. Por lo menos a los suicidas.
Un grupo de personas en la playa aplaude la puesta del sol. De ese grupo sale un individuo alto, rubio, ahippiado, y con una sonrisa en la boca dice adiós. Se mete en el mar y no hace nada por evitar ser arrastrado a sus profundidades. Los mismos que antes aplaudieron al astro rey, ahora le entregan su reconocimiento al hombre. A pesar de que saltan todas las alarmas sociales, a pesar de que los periódicos se empeñan en mostrar el hecho como un suceso trágico, el fenómeno se repite con diversas variantes. En un museo de arte moderno una hermosa y joven visitante, en eso que se llama la flor de la vida, con calcetines blancos bajo las sandalias, queremos suponer que llevada a ese extremo por la temperaturas extremas del aire acondicionado, se encierra en el aseo y se corta las venas con un cúter. Sus amigas alborazadas en torno a la ambulacia prorrumpen en vítores. Un hombre de negocios en la cubierta de su yate le pide a su hija adolescente, que va acompañada por su novio, que le sostenga el vaso de vermú con la intención de dejarlo a medias para nunca jamás. Se encierra en su camarote y se pega un tiro en la cara. El barco regresa a puerto y la chica declara ante las televisones lo feliz que su padre la ha hecho al tomar una decisión tan afortunada. El gobierno toma cartas en el asunto, pero el fenómeno es ya imparable. Todos los suicidas han conseguido convencer a su entorno. Los accidentes de tráfico, los de la aviación, los ahogamientos fortuitos en playas y piscinas, ocupan lugares secundarios ante la nueva ola, esa moda que califican de atroz, para la que buscan causas sicológicas y sociológicas, por la que la gente comienza a veranear de un modo distinto, algo más personal, y por ende atormentado.
Quizás a todo eso sólo se le llegue a facilitar existencia en mi fantasía, pero creo que por ahí deben ir los tiros de mi negocio, o proyecto, o como quiera llamarse. Lo he presentado a un concurso de ideas para nuevos valores artísticos en el apartado plástico. Allí desarrollo aspectos que en este relato sólo quedan esbozados. Me pareció el lugar. Si tengo suerte, habrían de facilitarme para el próximo veraneo una casa rural, en la que tendría que convencer a mi familia de que no interrumpiesen sus vacaciones por ningún motivo. Si me rechazan la idea todos los gastos habrán de correr por mi cuenta.
Este verano he estado a punto de matarme en varias ocasiones. De suicidarme, quiero decir, para ser más exactos. Lo que no quita que a punto de matarme también. Pero siempre había alguien de por medio que “me salvaba”. Para un suicidio se hace necesaria cierta intimidad. El verano ha estado bien, pero he echado de menos ciertos momentos de soledad. De atormentada soledad. En fin.
Soy un artista. Un artista plástico. Enormemente plástico. Tengo un mundo interior. Es ahí donde me hubiera gustado pasar el verano. Sin embargo, he estado en el norte. Sólo en el norte. Con mi mujer y mis hijos. He pasado un verano en un largo y cálido otoño, pues las temperaturas han titubeado bastante sin atreverse a subir. He caminado por la orilla de un río, he cruzado algún puente, me he asomado a los acantilados de un cabo. Es decir, no me han faltado oportunidades. Pero siempre había allí alguien mirándome con dos ojos enormes, asombrados. Este verano he visto a todo el mundo con los ojos redondos y grandes, como los dibujos del manga, con un punto de humedad que me ha sobrecogido. En esas condiciones no he querido hacer de mi suicidio un happening, puesto que hubiera acabado de modo funesto. Me hubiese gustado una pequeña muerte segura e indolora. Una muerte que hubiese hecho feliz a todo el mundo. Una muerte de vacaciones. En un lugar apropiado, con todas las garantías de que el suicidio iba a salir bien. Pero no ha sido posible.
He llegado a pensar que quizás hay por ahí más gente a la que le hubiera gustado suicidarse este verano, pero las circunstancias no se lo han permitido. Residentes en su propio mundo interior atormentado, artistas sin otra salida, o sólo aficionados. Pero no me he atrevido a comentar esta idea con nadie. Creo que he hecho bien para encontrar una puerta de entrada a ese jardín de los deseos y las frustraciones íntimas. Si le hubiese dicho algo a mi esposa ésa ya sería una locura exorcizada. Sin embargo, en secreto las obsesiones se enriquecen, son como árboles en un bosque encantado que se ramifican y se comunican entre sí. He pasado el verano soñando con una idea que poco a poco ha ido cada vez a más. Una quimera que me ha inspirado como artista plástico. Porque eso es lo que soy en verano y en las demás estaciones. Es lo único que me ha permitido sentirme enormemente plástico. Ni siquiera me ha importado mi primera exposición, que tengo prevista para el año que viene. Si me hubiese suicidado con toda normalidad, habría que haberla llamado Póstuma.
Pero el verano ha ido transcurriendo con sus vaivenes, los deseos y las desorientaciones turísticas. He comido bien. He bebido. Me he bañado en el mar. He sentido la piel y el amor de mi mujer y mis hijos. No he dejado de pintar. He tenido tiempo. Para casi todo, excepto para un suicidio en regla.
Creo que después de muchas noches soñando ya puedo decir que se me ha ocurrido la mejor manera de acabar conmigo mismo. Imagino que habrá por ahí otras personas dándole vueltas a esa posibilidad. No hay ningún asunto en el que un hombre deba sentirse original. Cada quisque llegará a saber mejor que nadie cuál es la manera afortunada de su suicidio. La que me conviene a mí como artista plástico, padre de dos hijos, hombre con responsabilidades, no va a ser la apropiada para quien quizás prefiera veranear en el sur, o conocer las islas antes que los continentes. Voy a elaborar una carta de suicidios. Pero me voy a centrar en aquellas personas que elijan sus vacaciones de verano para tomar esa decisión, con la que no quieren perturbar el curso normal de los de acontecimientos que rodean su existencias, más allá de la vida misma.
Yo me suicidaría, pero qué va a ser de mis hijos, o de mi mujer, o de mis padres. Qué va a ser de mi obra plástica, por ejemplo. O del resto del verano. Cómo tomar una decisión de ese calibre sin echar a perder lo que nos rodea. Este va a ser mi negocio. Cuando he dicho carta de suicidios no me he referido tanto al instrumento con el que llevarlo a cabo, que también, como a soluciones para los flecos que un acto de esa categoría deja sueltos.
Mi primera conclusión me ha venido por la experiencia. A mí siempre me han entrado ganas de matarme en verano. Ni la primavera ni el otoño. Y mucho menos en invierno. Y como yo, imagino que habrá tantísimas personas. En una piscina, quizás en el Caribe, con una bebida fría en la mano, dulce y ligeramente alcohólica, arropado por los ojos grandes y expresivos de un mulato o una mulata. A los pies de una ruina maya, o a lomos de un camello frente a las pirámides egipcias, en una colonia de vacaciones familiares, o en un burdel. El suicida estacional tiene un segundo en el que anhela adormecerse junto a la espita del gas, o poder empuñar el mango frío de una pistola, echar mano de un frasco de somníferos, o anudarse el cuello con una soga. Vamos a mantener los modos tradicionales para que uno pueda quitarse la vida, en los que al fin y al cabo hay ya mucho inventado, con la novedad en la asunción del hecho. Para empezar no vamos a plantearnos las cuestiones tradicionales. Qué se le ha podido pasar por la cabeza, con lo bien que lo estábamos pasando estas vacaciones y lo animado que se le veía. No. En algunos casos será posible que las vacaciones sigan siendo felices, animadas por el hecho novedoso y fructífero de contar con un suicida entre nuestro grupo de amigos. Habrá casos más fáciles y otros serán más complicados, evidentemente. Por supuesto admito que el proyecto, el negocio, es complejo, que va a encontrar detractores, que muchos lo tildarán de locura, que se sale de los cánones de las típicas vacaciones de verano. Pero es un reto al que le vengo dando muchas vueltas desde hace un tiempo. He explicado que surge de mi propia experiencia y se inscribe dentro de mi actividad como artista plástico. Ser enormemente plástico es un modo de vivir. Pero esencialmente un modo de cómo quiere uno morir. Las actividades y los cursos van dirigidos a aquellas personas que se quieran quitar la vida sin excesivas complicaciones, o con las menos posibles, cuando quizás más tiempo tienen para estar con los suyos, en situaciones sencillas y amables, sin llamar la atención, y de un modo que se quiere natural. No tengo que decir que es conveniente iniciarse por este camino en secreto, sin decirle nada a amigos ni familiares, hasta que llegue la hora, el momento adecuado, ya que todos se empeñarían en hacernos desistir. Se lo tendremos que dar todo hecho, como vulgarmente se dice. Habrán de ver en nosotros una firme, decidida y feliz determinación de morir. Un acto con el que los queremos hacer felices, con el que buscamos nuestro bien y el de ellos mismos. Ya sé que es complicado. Pues se trata de unas vacaciones de verano irreversibles. Un camino sin retorno a través de ese tiempo que cada año se nos entrega con una administración de sus horas estipulada de antemano, en acuerdos en los que no se nos ha tenido en cuenta. Por lo menos a los suicidas.
Un grupo de personas en la playa aplaude la puesta del sol. De ese grupo sale un individuo alto, rubio, ahippiado, y con una sonrisa en la boca dice adiós. Se mete en el mar y no hace nada por evitar ser arrastrado a sus profundidades. Los mismos que antes aplaudieron al astro rey, ahora le entregan su reconocimiento al hombre. A pesar de que saltan todas las alarmas sociales, a pesar de que los periódicos se empeñan en mostrar el hecho como un suceso trágico, el fenómeno se repite con diversas variantes. En un museo de arte moderno una hermosa y joven visitante, en eso que se llama la flor de la vida, con calcetines blancos bajo las sandalias, queremos suponer que llevada a ese extremo por la temperaturas extremas del aire acondicionado, se encierra en el aseo y se corta las venas con un cúter. Sus amigas alborazadas en torno a la ambulacia prorrumpen en vítores. Un hombre de negocios en la cubierta de su yate le pide a su hija adolescente, que va acompañada por su novio, que le sostenga el vaso de vermú con la intención de dejarlo a medias para nunca jamás. Se encierra en su camarote y se pega un tiro en la cara. El barco regresa a puerto y la chica declara ante las televisones lo feliz que su padre la ha hecho al tomar una decisión tan afortunada. El gobierno toma cartas en el asunto, pero el fenómeno es ya imparable. Todos los suicidas han conseguido convencer a su entorno. Los accidentes de tráfico, los de la aviación, los ahogamientos fortuitos en playas y piscinas, ocupan lugares secundarios ante la nueva ola, esa moda que califican de atroz, para la que buscan causas sicológicas y sociológicas, por la que la gente comienza a veranear de un modo distinto, algo más personal, y por ende atormentado.
Quizás a todo eso sólo se le llegue a facilitar existencia en mi fantasía, pero creo que por ahí deben ir los tiros de mi negocio, o proyecto, o como quiera llamarse. Lo he presentado a un concurso de ideas para nuevos valores artísticos en el apartado plástico. Allí desarrollo aspectos que en este relato sólo quedan esbozados. Me pareció el lugar. Si tengo suerte, habrían de facilitarme para el próximo veraneo una casa rural, en la que tendría que convencer a mi familia de que no interrumpiesen sus vacaciones por ningún motivo. Si me rechazan la idea todos los gastos habrán de correr por mi cuenta.
7 comentarios:
Recibo la noticia de buenavuelta.
-Qué sueño-. Mañana te leo. Bonicas fotos.
Apoyo la iniciativa de tu artista plástico. Esto del suicidio resulta un tanto desagradable y, además, mancha. Ya era hora de que alguien buscara una solución.
No sé si has leído Nocilla Experience, de Agustín Fernández Mallo: hay un personaje que pretende construir un edificio de ocho plantas destinado al suicidio, todo en él está pensado para facilitar el trance (¿fatal?).
Saludos.
NUnca he entendido las cuatro categorías que usa Durkheim en su libro ese que me obligaron a leer porque uno en la uni, a diferencia del cole, siempre tiene que estar castigado con algo para su propio bien y no para que se joda y no juegase y ya está. Lo de, miro, egoísta, altruísta, anómico y fatalista que, entiendo, son cuatro cosas iguales para contestar en una misma pregunta.
Na, hombre de barro, entiendo los afanes de los altistas (que caen de un alto) y, te diré, un día que andaba planificando, cogí, y me afeité las cejas. Y luego me fui de vacas (vacaciones, no se vayan a pensar, que conozco muchos casos...). :P Hale.
Bienvenidos.
Tú y el artista plástico :)
Muy buen regreso, te había estado esperando. Te felicito por este texto cargado de ideas muy interesantes y frases que me han quedado guardadas: "en secreto las obsesiones se enriquecen, son como árboles en un bosque encantado que se ramifican y se comunican entre sí".
Saludos y un placer haber pasado por aquí.
Delfín
PD:ya te agregué a los links de nuestro sitio.
Me alegra que hayas regresado cargado de historias. Y de las buenas. Lo más sorprendente es que yo he pasado la mitad del verano en Aveiro, de donde es la foto del cementerio (de hecho tengo allí una casa que está en venta. Puedes verla en mi blog dedicado a ella http://ventacasaenaveiro.blogspot.com )
Ya es casualidad.
Se te echaba de menos.
Viajero, no he leído Nocilla Experience. Cuando me senté a escribir el cuento no tenía ni idea qué demonios iba a contar, aunque partí de dos ideas: la muerte como una mercancía más de consumo, por ejemplo a raíz del impacto mediático del reciente accidente aéreo en Barajas y quizás la cita que encabeza una novela que ahora es fácil de ver en las librerías "Delicioso suicidio en grupo", donde se dice: "En esta vida lo que más importa es la muerte, y tampoco es para tanto". Y tomarle el pelo a al asunto era otra cosa que me interesaba bastante.
Joder, Alberto, hiciste bien, mejor con las vacas.
Bienencontrada, Leo.
Gracias Delfín, pero no doy contigo en la red, ¿por qué agujero he de colarme?
Qué chico es el mundo, Enrique, mira que si nos cruzamos en la calle y no pudimos reconocernos, para la próxima te diré que uso chistera, claro.
Un saludo y espero que la temporada sea fructífera para todos.
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