Decidí que quería contar una serie de historias. No es que quisiera contarlas. Es que lo decidí. La voluntad, mi propia voluntad, se hizo con el timón de mi vida, que yo nunca le hubiera querido dar, pero las cosas a veces nos vienen dadas de una manera y es muy difícil nadar contra la corriente. Me senté en mi escritorio con aquello que consideré indispensable para contar historias. Y enseguida se me ocurrió una. El asunto no era demasiado original, pero eso no me preocupó para nada. En una tarde le pude poner la palabra fin. La releí varias veces en voz alta y me pareció que cualquier lector podría emocionarse como yo mismo hacía, sorprendido por ciertos aspectos novedosos de la historia, en los que antes de escribirla no me había fijado. Me llamó la atención que yo dijese ciertas cosas. Había detalles que me revelaban paradojas sutiles que en la existencia cotidiana pasaban desapercibidos. El hecho es que una tiró de otra y así empezó todo. Después de terminar una historia quería contar la siguiente. Y después de aquella ya estaba ansioso por empezar con la próxima. Empecé a robarle tiempo al sueño, a despertar en mitad de la noche pensando en mundos ficticios, preocupado por el destino de espectros de papel. Comencé a tener ciertos despistes en el trabajo. La clientela al principio pensó que me había enamorado. Me quedaba absorto y pensativo con una muestra en la mano y al volver en mí no sabía quién me la había pedido. Era dependiente en un establecimiento de telas. Telas para hacer cortinas, faldones de mesascamillas, fundas para cojines, forros para canapés. Aunque no era eso preferí que lo pensasen antes de que tuviesen ninguna sospecha acerca de la verdadera naturaleza de mi ensimismamiento. Algunas se atrevieron a ponerme ojitos. Sentí escalofríos de terror. Había una niña muy mona que nunca venía a la tienda sola. Siempre con mamá. La señora era exigente y antes de decidirse había que enseñarle todo tipo de tejidos y estampados. La niña suspiraba aburrida. Yo la miraba. Su aspecto rebelde no me cuadraba con que consintiese en acompañar a la madre para hacer unas compras soporíferas. Llevaba la nariz perforada y el pelo teñido, masticaba chicle y para entretenerse me buscaba los ojos con desverguenza. Pero a los pocos minutos yo dejaba de verla y comenzaba a imaginarla. Ahí tenía lugar la salida de una carrera de obstáculos. Empezaban las equivocaciones.
-No te he pedido lino, sino algodón.
-Perdone, señora.
-Te he dicho rosa, no amarillo.
-Lo siento, ahora mismo.
-Estampada, hombre, ya te lo he dicho.
-Sí, sí, claro.
Supongo que la niña estaba esperando ese momento para divertirse, yo me azoraba y mi entorpecimiento iba en aumento hasta que había alguna cosa que se caía al suelo o yo mismo trastabillaba en lo alto de la escalera con el consiguiente peligro de abrirme la crisma.
-Este chico se ha enamorado.
Entonces la cara se me encendía hasta el punto de que pensaba que se me echaba a arder.
La niña suspiraba con malevolencia para echar más leña al fuego y yo me disculpaba intentando ponerlo todo en orden, lo que nunca llegaba a ser suficiente para que más tarde el dueño del establecimiento no me abroncase. Cuando se descubrió que siempre me equivocaba al contar los metros de tela que vendía, me pusieron de patitas en la calle.
Parece ser que la señora volvió un día a la tienda acompañada de su niña mona y cruel. Preguntaron por mí.
-Ese chico ya no trabaja aquí.
Parece ser que a la niña se le notó una sincera e inesperada decepción en el rostro.
-Era algo torpe, pero muy simpático, dijo la señora.
Nadie se atrevió a decirle que me habían despedido por mi carrera de errores.
Me puse delante de mi escritorio y estuve días contando historias. Cuando escribía la palabra fin me sentía satisfecho, releía lo escrito e imaginaba que mi vida transcurría en un mundo con las mismas claves que aparecían en los cuentos. Pero a las pocas horas empezaba a sentirme inquieto, lo cual era una señal inequívoca. Volvía a coger el folio en blanco y enseguida había volcado en él todo tipo de fantasías, a veces absolutamente descabelladas.
Por supuesto.Volví a encontrar a la niña. Mejor dicho ella me encontró a mí.
-Eh, tú, oí que le decían a alguien. ¡Túúú!
Pero quien fuese no se enteraba.
-¡Túúú! ¿No me oyes?
Alguien me dio un tirón de la camisa.
-Es a tí, me dijo.
Iba despistado, como siempre, en mi mundo.
-Pero tío, cómo eres, estás siempre colgado.
-Ah, hola, dije, aturdido, sorprendido, mientras en mi cara el rescoldo de unas brasas frías se empezaba a encender.
-¿Qué pasa? ¿Te echaron? Estuve el otro día con la vieja y nos dijeron que ya no currabas allí.
-Sí, no, bueno sí, no.
-¿Sí o no?
-Sí, sí.
-Joder tío, qué difícil eres.
-Es que estaba distraído.
-No hace falta que lo jures. Oye, te quería pedir perdón si has perdido el trabajo por nuestra culpa. Sé que mamá puede acabar con los nervios de cualquiera y yo...bueno...le ayudé un poco.
-No, no fue eso, dije.
Y tras una pausa dije:
-El dueño me pilló con la mano dentro del cajón.
-Vaya, así que eres más peligroso de lo que pareces.
Sonreí por primera vez ante ella.
El resto de la historia es corriente, como la historia de cualquiera de vosotros. Por eso lo mejor es poner aquí la última palabra. Fin.
3 comentarios:
Yo que busco con empeño escribir sobre lo cotidiano, disfruto cuando alguien lo hace con tanta soltura.
Pon fines y aparte, no fines y final.
Besitos/azos.
Muy revelador, Antonio.
Claro, Mariano, eso de fines y final es muy feo.
Estoy atento a tus novedades.
Coño, sangría, tú siempre al hilo de la charla.
Fernando, a buen entendedor no hay por qué marear la perdiz.
Saludos a todos.
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