domingo, 6 de marzo de 2011
Un día en la playa
La fotografía es de Martin Parr
Había una pizarra en el hall del hotel donde se ponían notas a los grupos de turistas. Servía también para avisos entre clientes particulares o para acordar la hora del bingo en la piscina. Allí apareció una convocatoria para ir al día siguiente a la playa. Era necesario que saliera un número mínimo de interesados, que tenían que apuntar su nombre en una lista adjunta. En estas ocasiones suele aparecer un gracioso que inscribe a un personaje conocido, más o menos esperpéntico o extravagante. A alguien se le ocurrió apuntar a Lola Flores, luego vino otro, o el mismo de antes con letra diferente, para insistir en la broma, añadiendo al Pescailla. El grupo resultante se concentró a las diez y media en la puerta del hotel. En efecto, allí estaban la difunta canatora y bailaora y su difunto esposo, guitarrista precursor de la rumba catalana. Falsos. Imitadores suyos que actuaban en el tablao del hotel. El grupo se alegró muchísimo de contar entre sus integrantes a dos personalidades como aquellas, a dos artistas de su categoría, aunque no se tratase de los originales, principalmente porque ya criaban malvas. De lo contrario, esto es, de seguir vivos, a ninguno de los miembros del grupo les hubiera extrañado contar con ellos en el autobús que los conduciría hasta la playa. Así es, se asume pronto que cualquier cosa no sólo puede ocurrir, sino que podría haber ocurrido mejorada, aumentada, elevada a su mejor potencia. El viaje transcurrió entre los vómitos de los que se marearon y las canciones de los que cantaron a través de una interminable sucesión de curvas. Había quien nunca se había bañado en el mar y también quien presumía, mientras se secaba los chorros de sudor de la cara con un pañuelo que no diríamos que no había usado antes para los mocos, de hacer aquella excursión a la playa todos los veranos desde hacía y pico de años, según su propio modo de decir. El aire acondicionado funcionaba mal, que es lo mismo que no funcionar, pero el conductor del autobús insistía en que funcionaba, aunque mal. No discutiremos. Olía a cremas, bronceadoras, protectoras, y se respiraba un aire sofocante y aceitoso, pero nadie se quejaba de nada, todos los viajeros camino de la playa hacían el trayecto entusiasmados. Había cuerpos rollizos que afortunadamente decidieron compartir sus vidas, lo que en aquella situación se traducía en el asiento doble, con otros encanijados. Las parejas en las que ambos miembros estaban entrados en carnes decidieron intercambiarse con parejas en las que sus componentes tenían esculturas escuchimizadas. Todo tenía arreglo menos una cosa, repetían unos y otros, con esa sabiduría no por sobada menos certera. En las cestas de abigarrados colores habían metido las bolsas de plástico con los bocadillos, la lata de refresco y el plátano que componía el picnic, incluido en el precio total de la quincena en el hotel. Más de uno no pudo soportar su curiosidad y se atrevió a romper el precinto bajo el que se guardaban aquellos manjares, lo que provocó que el aire se impregnase también con esa pestilencia azucarada y exótica de las bananas o de los plátanos, cuestión de si eran una cosa u otra, con lo que se abrió un debate que provocó la apertura de más bolsas de picnic y la densidad odorífera en el aire estancado lo hizo casi irrespirable. Todos cantaban, reían o expulsaban los líquidos biliares con un gran frenesí y una voluntad enorme para la diversión, a pesar de los achaques, las dolamas y los reveses de la vida. Se bajaron del autobús entre bromas bananeras o plataneras, con efusivas despedidas del conductor, que verían unas horas más tarde. Inundaron la playa como una plaga, primero se concetraron en una mancha multicolor, deforme y de una carnalidad desmesurada, que después se fue diluyendo entre los bañistas que ya tenían marcado su territorio mínimo con una toalla tan imposible de olvidar como de recordar. Cuando se cruzaban en el paseo por la orilla no dejaban de saludarse entre risotadas y bromas sobre las que sólo los miembros de aquel grupo tenían verdadero alcance. Lola Flores y El Pescailla se separaron enseguida. Ella, que estaba tostada como un habano, se tumbó al sol, porque todo era poco. A él lo recibieron con entusiasmo en el chiringuito. Ya lo estaba esperando en la barra un vaso de tinto con Fanta de limón, que en un glups se echó gaznate abajo.
La fotografía es de Bruce Gilden
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