jueves, 20 de marzo de 2008

Ford Falcon


El viejo Ford con aquel siniestro verde pasó por delante de sus narices, a todo gas, que en su caso todavía era suficiente. A los dos mirones de la carretera se les abrió un agujero de acidez dentro del estómago. En cuanto les empezó a dar el culo, el coche se salió del asfalto y fue a dar contra el poste de luz más cercano, después encontró una trayectoria nueva y siguió volando hasta despanchurrar la Volkswagen que había aparcada en el prado, donde dejó a los hippies ensangrentados y confusos. Una vaca lo contempló todo desde una colinilla fértil, de hierba muy tierna. Las pestañas de la vaca eran sedosas, sus ojos la ternura de los seres vegetarianos, sus labios, maternidad y promesas lascivas, todo lo que un hombre sano, seguro y con una genética inmejorable, podría desear.
Después del trastazo sólo hubo silencio, si acaso los muy finos de oído hubieran percibido el rumiar de la vaca, o ese sonido de la hierba al ser cortada.
Los dos compadres levantaron sus traseros aplastados en un banco de madera corrido. Habían estado echando la tarde a pedos. Por turnos. Sonoros, limpios, de una rotundidad no exenta de música. El compadre de más edad había sido sorprendido por el vuelo del Falcon verde con una nalga en el aire. Se le cortó. No hubo explosión. Reorganizó el gas con un movimiento del músculo ejercitado. En el crepúsculo de aquel desierto, en la soledad a la que Dios había tenido a bien condenarlos, sólo se oyó el doble impacto del vehículo con una historia oficial macabra, primero contra el palo de los cables del alumbrado y luego contra la furgoneta de los hippies.
El compadre más joven era el más avejentado. Se quedó atrás. Equidistante de la pacífica vaca con repecto al vehículo, por fin en el suelo. Hubo unos segundos en los que pareció que el mundo se concentraba en aquel lugar perdido de la tierra, donde no solía ocurrir nada nunca, excepto la llegada de unos hippies, o la observación bovina.

Un Ford Falcon verde lleva días aparcando en la esquina. Dentro hay tres figuras ensombrecidas, dos en la parte delantera y una atrás. Fuman continuamente. De vez en cuando han de vaciar en la calle el cenicero lleno de colillas. Ya los han visto pasar a todos en el barrio y todos sienten la siniestra presencia. Al mediodía del cuarto o quinto día arranca y se desliza muy suavemente al paso de los peatones. Los de dentro miran a los de fuera. Sus ojos sobre ellos son las mallas metálicas de la dictadura. Una vez lanzadas, el prisionero no encontrará escapatoria. Le abrirán una puerta nueva, una puerta que han dibujado en el aire, como en esas historias de dibujos animados, lo empujarán al lugar de la inexistencia súbita, a la desaparición. Una ciudad de Argentina en 1976, a la que ha llegado una de las noventa unidades del modelo Ford no identificables que el ministro del interior ha encargado para sus operativos. En el enorme baúl transportan amordazado a quien ellos saben que va a darles toda la información que necesitan. Un perro los ha visto, un perro y un barrio entero de esa ciudad. El perro no puede hacer nada, luego se acerca al lugar donde han dejado caer la montaña de colillas y mete el hocico en las cenizas frías. Pero el hermano del chico secuestrado corre a la comisaría que tienen más cerca para denunciar lo que nadie ha podido evitar.

Treinta años más tarde, en mitad de una llanura por la que el sol se desangra aparece el Ford Falcon verde en el que al compadre le quitaron al hermano. Con el largo maletero atrás, puerta de entrada a no dejar rastro de la existencia. Como ocurrió. De nada sirvieron las denuncias.
El compadre más diligente llega hasta la ventanilla y se asoma.
-¿Está usted bien?
El conductor asiente. Aturdido.
Ahora el compadre no puede controlar el pedo que quedó en nada. Está en rebeldía y decide darse una buena satisfacción. Se yergue tonante ante el crepúsculo y luego le da un rodeo a la furgoneta con el símbolo de la paz dentro de la esfera original con la V y la W de volkswagen.
-¡Eh, los de dentro!¿Cómo estáis?
Hay que esperar unos minutos para ver salir a un chico y una chica, gringuitos, con la cara blanca como la cera por el susto, cubierta de sangre.
El compadre que todavía no ha abierto la boca, al que el Ford le ha activado la dura maquinaria de los recuerdos, de lo sucedido 30 años atrás con su hermano en la esquina de la calle donde vivían, se mueve lento alrededor de la escena del accidente.
-Compadre, le dice al otro, mira a ver si en el baúl del Ford hay alguien. Tú sabes que a mi Juan Luís se lo llevaron ahí.
Parece un viejo con demencia. La vaca en la colina vuelve a su pasto. En pocos minutos la oscuridad devorará por completo a los que ya empiezan a ser sombras.

4 comentarios:

Carmen dijo...

He podido ver todo lo que cuenta la historia, sin tener que cerrar los ojos. Un placer.

hombredebarro dijo...

Si hubieras cerrado los ojos no podrías haber seguido la lectura. Gracias mil. Y enhorabuena.

Fernando García Pañeda dijo...

La variedad de las situaciones que planteas, y con el buen oficio en la tecla, le da a ese amargor de fondo un aspecto distinto en cada relato.
Es una serie muy original y muy interesante.

Anónimo dijo...

Muy bueno todo el simbolismo desplegado y, en medio de tanto drama,tanta mitología y tanta película de acción, la risa inconteniblre por la descripción de la vaca y su misión en el mundo. Los compadres, insustituibles.