sábado, 8 de marzo de 2008

La lechuza

He observado que es el cansancio lo que me hace entrar en metamorfosis. Creo que en la fase inmediatamente anterior al agotamiento. Hay quien sufre una crisis nerviosa, un ataque de ansiedad. Yo me transformo en una lechuza. Si llega la noche y me cuesta tenerme en pie, si los niños están ya en la cama y mi marido mira la tele, y encima hay luna, doy un salto al vacío y con los remos de las alas me impulso milagrosamente a la copa de un árbol que papá plantó en el jardín, cuando yo era pequeña. Ahí me gusta estar. Quieta. Observo la casa. La luz de la cocina encendida y la del salón. Las ventanas cerradas del cuarto de los niños. Las casas vecinas. El vehículo de los novios que estaciona y nadie se apea. Es curioso: me veo a mí misma derrengada en una silla esperando que la cera se caliente. O me veo abatida, pero firme ante la tabla de la plancha. Mi inquietud depredadora me mantiene alerta. Atenta a cualquier movimiento, al más mínimo cuchicheo de los ratones. Pienso que me gustaría ser siempre una lechuza. Tener esa determinación, ese interés por el vecindario. Me tomo un analgésico. Con el agotamiento la lechuza vuelve a mi ser. No puedo más y me voy a la cama. Pero me llevo conmigo parte de esa noche que ha hecho la lechuza. Si a la mañana siguiente estoy en pie, con las fuerzas renovadas, es porque la lechuza ha cruzado en más de una ocasión el jardín para darle caza a un topillo, a una rana, a un ratón. Me alimento de pequeños vertebrados vivos.
Ayer me sorprendió el mayor cuando estaba a punto de jalarme una ardilla.
-¿Qué haces mamá?, me dijo.
Tuve que reaccionar en un segundo.
-Mira que bonita, le dije.
El animalillo temblaba en mis manos como si estuviese a punto de darle un ataque al corazón.
-Pero tenemos que soltarla, añadí, magnánima.
-Al papá de Celia se le suben al hombro, me dijo.
Se me vino a la cabeza la imagen de un tirititero haciendo estupideces con bichitos amaestrados. Pero le dije a mi hijo:
-Qué bien. Eso es porque confían en él.
Si los niños están en el colegio y mi marido en el trabajo, me encierro en la casa. Me asomo al espejo y en él me busco esa cara de corazón blanco de las lechuzas. Y pruebo a maquillarme con polvos de arroz para acentuar el parecido. Pero no se da la metamorfosis, que hasta el momento ha tenido lugar, si me fijo bien, en momentos en los que no me lo esperaba. Cuando las fuerzas menos estaban de mi parte.
Soy una lechuza y por eso no puedo seguir a su lado. Me voy a marchar. Para ello lo único que tengo que hacer es volar a otra parte. Dejar este árbol de siempre. Volar por encima de la autovía. Una lechuza no puede hacer la plancha, no puede darle satisfacción a un marido y sobre todo, carece de normas ejemplares para estos niños. No sé si soy una lechuza especial, diferente al resto de las lechuzas. Ya lo averiguaré. Supongo que más de una vez regresaré a este árbol y miraré las luces encendidas y las ventanas cerradas. Por lo pronto vuelo dándole con fuerza a los remos, traspaso la autovía y al entrar en la noche del bosque el corazón se me ensancha, tan grande, tan esponjoso, que no puedo reprimir un grito, un espantoso grito de alegría.

3 comentarios:

Nat dijo...

A veces uno siente la necesidad de evadirse ya sea como una lechuza o como cualquier otra cosa...
Bonito relato.
Besos

Beatriz Montero dijo...

Un buen relato. Con imágenes envolventes. Y una buena idea para afrontar el agotamiento ;)

Marisopli dijo...

Me has hecho ulular de emoción leyendo el relato, es redondo.